Una democracia botánica
La anciana Evantia se ganaba unos pocos lei por las molestias de hacer las colas por unas cuantas familias y luego llevarles los productos adquiridos a sus respectivos domicilios. Era a finales de la década de 1980 y entonces, y desde mucho tiempo atrás, en Bucarest sólo se conocía una clase de embutido, un salami graso y oscuro al que a saber por qué llamaban 'salami de primavera'. Un día Evantia, de vuelta de las colas, se presentó en casa muy excitada, mostrando en la palma de la mano unas grandes lonchas de embutido rosado: 'Hoy no hay salami de primavera, sólo despachan este salami tan raro', nos dijo muy asombrada. Le explicamos esto no es salami, tontorrona, es otro embutido que es italiano y se llama mortadela. Y para aclararle más las cosas, añadimos: 'Es que en Italia tienen muchas clases de salami, 20 o 30'. Evantia, tras una pausa estupefacta, preguntó: '¿Para qué?'.
El alemán Karl Faust concibió el Mar i Murtra a la vez como un laboratorio científico y como un paseo ameno
Ella sencillamente no podía imaginar que en países más afortunados que el suyo la comida puede ser considerada no sólo un alimento, sino también un placer complejo y variopinto. Cuando paseo por un jardín botánico entre la misteriosa variedad vegetal del mundo, me siento como Evantia, me acuerdo de ella, y también me pregunto ¿para qué?
De unas horas en el Kew Gardens de Londres, el Eduardo VII de Lisboa o el Botanischen Garten de Berlín, se lleva uno el recuerdo de una experiencia insólita, confusa, deslumbrante y húmeda. El turista se decide a visitar esas reservas naturales el día que los museos cierran por descanso semanal o justamente para darse un respiro después de patear famosas avenidas; cuando entra en el jardín botánico, entre esas plantas y árboles que configuran una tierra de nadie, se siente menos forastero; los jardines botánicos nacieron al amparo de una concepción científica de la vida y a la idea de amparar una democracia universal a nivel vegetal. Ese mismo estar en casa sienten los demás visitantes, que con la única excepción de los estudiantes de las universidades asociadas a los respectivos parques botánicos, son también turistas.
Por lo demás, es fácil que sea allí, entrando y saliendo de los invernaderos calientes y saturados de humedad en los que cuesta respirar y se suda copiosamente, donde más siente uno su ignorancia. Si reconoce entre las rarezas una planta o dos de su tierra y la identifica sin necesidad de leer el rotulito al pie, siente alivio, y en el examen interior al que se viene sometiendo se califica con un aprobado justito que salva el pundonor.
Al fin y al cabo, los jardines botánicos nacieron en el siglo XVIII con la función de escuelas, y los organismos que amparaban se ordenaban según sus familias siguiendo el sistema de Linneo (1707-1778), el primero en fijar los principios para definir los géneros y especies de los organismos y en crear un sistema uniforme para nombrarlos. Los más modernos pretenden representar determinadas zonas de vegetación.
El Mar i Murtra de Blanes es uno de los mejores en su especie -reúne 4.500 especies y muchos más individuos de las zonas templadas del globo, y entre ellas las mediterráneas, en sus 16 hectáreas de terreno, una tercera parte de las cuales está abierta al público- y está situado en un lugar muy hermoso de la Costa Brava.
Desde que el alemán Karl Faust empezó a comprar los terrenos de la montaña en 1921, concibió el jardín como laboratorio científico tanto como un paseo ameno. Para la segunda función encomendó el diseño del espacio y algunas construcciones -entre ellas su propia casa y el templete frente al mar, que da sobre el paisaje del antiguo convento de los Capuchinos y, a sus pies, los acantilados sobre la cala inaccesible de Sa Forcanera- a Josep Goday i Casals, uno de los grandes arquitectos noucentistes, cuya obra más conocida en Barcelona es el edificio de Correos y Telégrafos al final de la Via Laietana.
Desde la muerte de Faust en 1952, el mantenimiento del jardín botánico, donde trabajan el director, siete jardineros, varios científicos y administrativos, se financia mediante la fundación a la que Faust legó su fortuna y por la venta de entradas. Recibe 175.000 visitantes al año, aunque ha llegado a 500.000. Eran demasiados, y los más brutos dejaron sus nombres en las cortezas de los árboles y otros podan por iniciativa propia las fucsias o pendientes de la reina y otras flores que les parecen irresistibles.
Allí se reúne la flora de las cinco zonas mediterráneas del mundo: Suráfrica occidental, la cuenca mediterránea, Australia, Chile y el chaparral de California. Las altas araucarias, las australianas grevilleas, las frágiles gleditsias, los arbustos de macadamia, se derraman sobre las laderas de la montaña de San Juan, en el lado norte de Blanes. La primera bendición que ha traído el jardín a la ciudad es haber mantenido la montaña al margen de la intensa actividad inmobiliaria y turística que en los últimos años ha urbanizado los alrededores. Su condición de jardín al aire libre, fiado a la suavidad del clima (Blanes procede del latín blandae), tiene sus inconvenientes, como los endémicos problemas con la calidad salada del agua, que a veces empuja a ciertas plantas a abortar sus flores, o los que trajo la helada de 1985, como consecuencia de la cual hubo que tirar toneladas de plantas del magnífico jardín de cactus, uno de sus atractivos más espectaculares; hoy esa extraordinaria colección se ve en parte empenachada por tumores originados por una plaga de cochinilla: cuando el insecto pica, el cactus lo infecta y algunas especies reaccionan produciendo una excrecencia semejante a un nido de pájaros o un penacho.
El jardín traza senderos zigzagueantes, cruza túneles, se abre en plazoletas que son también aulas de estudio, se cubre de pérgolas cerradas por la datura y sus flores blancas, alucinógenas, por helechos-árboles y otras plantas subtropicales, se dobla en estanques, baja por la escalinata entre macizos de canas rojas y girasoles, hasta el mar. Incluso en plena canícula es un paseo muy agradable y provechoso.
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