El riesgo y la filantropía
Entre las tendencias que se pueden observar en la actualidad en el siempre interesante y rico panorama de la filantropía en Estados Unidos, llama la atención, por su carácter novedoso y polémico, la denominada filantropía riesgo (venture philanthropy), concepto impreciso, sujeto a múltiples y diferentes interpretaciones, que sugiere, hasta cierto punto, la aplicación de los métodos y las técnicas del capital riesgo al mundo de las instituciones no lucrativas. Se atribuye su origen a Christine Letts en un artículo publicado en la Harvard Business Review, y sus planteamientos se inscriben en un movimiento renovador de los modos y formas tradicionales de las fundaciones americanas, impulsado por los jóvenes empresarios de la nueva economía.
Ocurre que en un escenario, empresarial y tecnológico, muy diferente al de la sociedad industrial, están apareciendo, sobre todo en Estados Unidos, unos nuevos protagonistas de la filantropía con un perfil propio y distinto al de los padres fundadores del gran movimiento fundacional norteamericano. Son otros tiempos. A aquellos pioneros (Carnegie, Rockefeller, Ford, Mellon...) les costó muchos años y un esfuerzo paciente y tenaz sacar adelante sus empresas y conseguir sus fortunas. Sólo pudieron, en realidad, pensar en el altruismo al final de sus vidas. A estos nuevos filántropos, sin embargo, los billones americanos les llegan de la noche a la mañana y son todavía muy jóvenes cuando pueden empezar su carrera filantrópica. Es cierto que su preocupación por hacer frente a sus responsabilidades sociales y altruistas conecta con la mejor tradición social y empresarial estadounidense, pero quieren ejercerla a su modo. Todavía en plena vida activa, no están dispuestos a dar su dinero sin más, quieren aportar también su tiempo y su trabajo personal, y valorar y controlar los resultados de sus impulsos generosos. La nueva filantropía, si cabe llamarla así, quiere sobre todo eficacia, y para conseguirla propone aplicar a su gestión los métodos y las técnicas que tan admirablemente útiles se han mostrado en el ámbito empresarial.
A veces no podemos dejar de sentir que nos movemos en arenas movedizas, inestables y confusas, cuando criterios y códigos de mundos distintos se mezclan: lo público con lo privado, conceptos propios del mercado con instituciones que no le pertenecen. Nadie, a estas alturas, puede dudar de la necesidad de aplicar criterios de racionalidad económica a organizaciones e instituciones que sin tener fines de competitividad y de mercado están obligadas a optimizar sus recursos. Pero con la condición, naturalmente, de que no queden dañados o comprometidos sus objetivos básicos y estructurales. Por lo que hemos podido saber, las primeras experiencias de filantropía riesgo están abriendo horizontes nuevos para el universo fundacional que merecen una atención cuidadosa. Su crítica de las rutinas y la inoperancia de viejas formas de altruismo está produciendo, parece, una catarsis beneficiosa en el sector no lucrativo norteamericano que se extiende al ámbito europeo. Pero al tiempo se puede observar la aparición de zonas inquietantes. Hay fronteras que no se pueden traspasar. Me temo, concretamente, que riesgo y filantropía no sean, en propiedad, conceptos compatibles. O que no lo sean, al menos, hasta tanto se precise el alcance del riesgo para unas instituciones que están comprometidas, jurídica y socialmente, con el interés general y que tienen, por su propia naturaleza, carácter no lucrativo.
Hace unas semanas tuve la oportunidad de reflexionar sobre estas cuestiones en un seminario celebrado en El Escorial en el que se trataba de analizar el significado, el valor y la trascendencia de estas novedades ante el mundo académico y fundacional de nuestro país. No podía entonces adivinar que esa noción peligrosa del riesgo hubiera podido llegar a instituciones del tercer sector en España. El asunto de Gescartera ha puesto de manifiesto que la relación filantropía-riesgo está ya entre nosotros, y no precisamente por lo que han sido sus resultados, en sus mejores manifestaciones. Riesgo y filantropía pueden producir un cóctel explosivo nada conveniente para el entorno fundacional. Más aún cuando esta conexión se produce en un escenario frágil, en el que el peso de la tradición es muy débil. Es sorprendente que entre los perjudicados de Gescartera aparezca un conjunto heterogéneo de instituciones no lucrativas, de alta repercusión social para la sociedad española. La responsabilidad de sus patronos no está en jugar con el capital fundacional, sino en lograr, en las mejores condiciones posibles, cumplir con sus inalienables compromisos sociales. Es de temer que se haya jugado con su buena fe. Pero lo que ha ocurrido no deja de ser preocupante. Desde hace ya tiempo se reclama más responsabilidad, más transparencia y más eficacia a la múltiple y diversa constelación de instituciones no lucrativas que nacen, crecen y se desarrollan en las modernas sociedades democráticas, dando contenido y forma a un nuevo espacio en el puzzle social de nuestros días. Un espacio en el que lo público se alimenta y se enriquece con las iniciativas y las respuestas que emanan de las sociedades civiles, del ámbito privado. Las exigencias antes mencionadas son estimulantes y alentadoras; responden, quizás, al importante papel que estas instituciones van adquiriendo.
En el mundo lucrativo, la eficacia no nace necesariamente del riesgo. A veces se encuentra justamente en sus antípodas, en la responsabilidad y la claridad de ideas. La transparencia no debe contemplarse como un obstáculo que limita el desarrollo de la organización no lucrativa, sino como una condición indispensable que le identifica en su vocación pública. Hay que andar, pues, con pies de plomo para que esas tenues pero fundamentales fronteras que le separan tanto del Estado como, en este caso, del mercado no se crucen y se confundan. Y ejemplos de confusión entre lo público y lo privado, entre las técnicas y los propósitos propios del mundo del mercado financiero y las instituciones no lucrativas, pueden contaminar peligrosamente el valor y la importante función que ambos espacios cumplen, y deben seguir cumpliendo, en nuestras sociedades.
Antonio Sáenz de Miera es autor de El azul del puzzle.
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