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CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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Gloriosos bautismos

Lo que sí cuenta con una ancha y grave lista de prodigios, lo que desde antiguo nos hace rozar la percepción de lo sublime y lo que tiene detrás una larga bibliografía analítica, es la evocación de los grandes testamentos cinematográficos, esos intensos y maravillosos filmes -que casi siempre son milagros de concisión y de precisión, de elocuencia formalizada con pasmosa economía expresiva- que cierran, que son acta de defunción de la obra de algunos eminentes cineastas que murieron con las arterias cerebrales intactas y cargaron el último brote del lacónico ingenio de su vejez con suave dinamita susurrada y serena. Son, entre otros y para entendernos, los casos de John Ford y Siete mujeres, de Josef von Sternberg y La saga de Anatahan, de Akira Kurosawa y Madadayo, de Robert Bresson y El dinero, de Douglas Sirk e Imitación a la vida, de Raoul Walsh y Una trompeta lejana, de Fritz Lang y La tumba india, de Robert Rossen y Lilith.

Hay películas sublimes que cerraron los ojos de un puñado de eminentes cineastas. Es también una de esas asombrosas obras Los muertos, el exacto y estremecedor testamento de John Huston dentro de la palabra de James Joyce. Esta hermosa y sombría iluminación cierra un itinerario creador tumultuoso y lleno de altibajos, pero que tiene la peculiaridad de que arrancó de un no menos glorioso bautismo, el de El halcón maltés, donde Huston se movió con la misma exacta ligereza en el interior de la palabra de Dashiell Hammett. Pero no es el de este singular espejo de John Huston un caso frecuente, pues pocas veces la elevación de la última película de un director se deja medir por el rasero del insolente desvelamiento de la que fue su primera aventura detrás de las cámaras, su bautismo cinematográfico.

Sin embargo, hay directores que desataron su inventiva de manera tan nítida y vigorosa en la primera película que dirigieron, que luego les costó un enorme, a veces desmedido y doloroso, esfuerzo de superación y de despojamiento remontar este súbito golpe de elevación desde lo desconocido. Es el caso, entre otros y para entendernos, de John Cassavetes y Shadows; de François Truffaut y Los cuatrocientos golpes; de Jean-Luc Godard y Al final de la escapada; de Orson Welles y Ciudadano Kane; de Victor Erice y El espíritu de la colmena; de George Lucas y American graffitti; de Alain Resnais e Hiroshima, mon amour; de Steven Spielberg y Duel. Y una vez, sólo una vez, el equilibrio entre primer y último filme, entre bautismo y testamento, alcanzó identidad sagrada en La noche del cazador, única película que logró dirigir Charles Laughton, pues el irónico empuje de demolición de normas que desató en ella asustó a los amos de Hollywood, que disfrazaron su ira de desprecio y amordazaron para siempre aquel vendaval de elocuencia que ellos mismos desencaderon.

Y siguen naciendo raras y apasionantes primeras obras que presagian ingenio, originalidad y fuerza de seducción en quienes las dirigen, que entre balbuceos e imprecisiones prefiguran en ellas con nitidez claves de lo que está destinado a llegar a la condición de estilo, de mirada distinta. En España están cerca los casos admirables de Benito Zambrano y Solas; de Alejandro Amenábar y Tesis; de Achero Mañas y El Bola; de Agustín Díaz Yanes y Nadie llorará por nosotras cuando hayamos muerto; de Julio Medem y Vacas. Y hoy, cuando realizar cine tiende a abaratarse y, por tanto, sus accesos se democratizan y dejan hacer películas a muchachos aprendices, la rareza y riqueza de esos casos se acentuará y multiplicará.

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