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Columna
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Echemos el cierre

La burocracia ha sido, tradicionalmente, blanco de críticas acerbas, bromas pesadas y quejas fáciles por su pausado y defectuoso proceder. Eso ha cambiado, cabe decir que con geológica lentitud, y hoy los que se enfrentan con el contribuyente suelen mostrar una aceptable competencia y unos modales, si no obsequiosos, dentro de la cortesía que solían ignorar los antiguos chupatintas. No sé si las plantillas afectas a cada servicio son las adecuadas y suficientes, aunque la impresión dominante es que siempre hay más sillas y mesas que funcionarios. Parece ser debido a un sistema, respetuosamente aceptado, de vacaciones pendientes, ausencias concertadas y cupo de enfermos, accidentados o eclipsados por fuerza mayor, que entran en las estadísticas planificadas de la productividad.

No hace mucho me contaron que en cierto departamento ministerial trabajaban sólo dos personas, de una nómina cercana a la docena y media: un ingeniero, jubilado hace varios años a quien no querían o no se atrevían a despedir, por su irreemplazable eficacia y entusiasmo laboral, y un facultativo que se llevaba mal con la esposa y no deseaba regresar al hogar más que luego de la jornada de ocho horas, que procuraba prolongar. Ambos casos sobrevivieron al margen de las inspecciones de rigor, violentando la inflexibilidad de la percepción de haberes y dietas. Los negociados funcionaban de forma ejemplar y el resto del personal, que aparecía de vez en cuando, procuraba no hacer ruido ni estorbar, tanto en el caso del jubilado irreductible como en el del insumiso o desertor del hogar.

Son, han sido, casos singulares cuya proliferación podría llegar a ser altamente nociva para la Administración, pues una investigación estricta del rendimiento laboral llevaría a la formación de indeseables bolsas de paro real. Además, la citada Administración ha estado siempre regida por criterios unificados y no selectivos, con lo que una poda o reacomodación de empleados podría incluir, irreflexivamente, a ese hombre o a esa mujer capacitados y dispuestos, que encaminan, atienden y solucionan los asuntos y conocen sus alternativas.

Mucho han cambiado en nuestro antes centralista Madrid las oficinas públicas, empezando por la abolición de los espacios cerrados donde se atrincheraban los oficiales y cultivaban su aversión hacia los postulantes que merodeaban por la ventanilla. Lo cierto, observado por mí, es que las personas que desempeñan las funciones suelen ser más diestras e idóneas que sus homólogos en el sector privado, aunque suene a paradoja. Tienen mejor preparación específica y un permanente aprendizaje y perfeccionamiento, hasta el nivel óptimo en cada grado, por supuesto, que la empresa privada no puede ofrecer, más dependiente, según su tamaño, de las martingalas sindicales. La condición vitalicia del empleado público le lleva, por espíritu de casta, a preservar su eficacia. Que el concurso de méritos para la promoción personal sea aún deficiente, no deja de ser una garantía de tregua, de acuerdo y de confianza en el porvenir.

Pasamos ahora por este periodo bimensual, casi trimestral, de vacaciones y habría que considerar -quien corresponda, en el ocio de la playa y el reposo- la pertinencia de echar también el cierre en los centros públicos. Si un negociado despacha un trámite, es más que posible que donde deban sancionarlo la persona indispensable se encuentre disfrutando del merecido y obligatorio descanso.

Durante este lapso veraniego podemos deambular a través de amplios espacios donde se alzan mostradores desiertos, ordenadores desenchufados y sillas desocupadas. Aquí y allá, espaciados como centinelas en el desierto, los que se quedan intentarán resolver el caso que se propongan, pero no serán, ella o él, los competentes, con lo que la remisión a septiembre queda asegurada. Aquello es un mecanismo armónico que se detiene cuando falta la pieza adecuada.

Si todo el mundo toma vacaciones en julio y agosto, también lo hacen los ciudadanos que tienen 10 largos meses para plantear sus problemas. Ha habido un alcalde que ha prohibido morirse en su municipio durante los días en que faltaban los servicios fúnebres. Sin llegar a tan macabro y justificado extremo, bien podríamos pasarnos sin la tutela del Estado. Los jueces proscribirán -bajo fuertes multas- que se robe, atraque, viole o asesine en la etapa vacacional, aunque, en este caso, están sus oficinas tan habituadas a la acumulación de asuntos que 8.000 o 9.000 más apenas signifiquen una futesa procesal. Una ciudad como Madrid, con que permanezcan abiertos el Corte Inglés, el Museo de Cera y algunas piscinas, puede vadear cómodamente el paréntesis veraniego.

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