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Columna
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Dolores de agosto

No es que haya muertos de primera división, como Miguel Ángel Blanco; muertos de segunda B, como Marey, y muertos de tercera regional, o a granel, como esos moritos que se ahogan gratis todos los días en Tarifa o en el cabo de Gata. Es que un señor presidente de la Junta de Andalucía o un señor presidente del Gobierno de la nación no puede asistir, aunque quiera, a todos los entierros de su país. Figúrese usted que el ministro de Fomento tuviera que rendir honores con su presencia a todos los caídos en autovía o que el ministro de Interior tuviera que velar la capilla ardiente de todos los albañiles que se caen de los andamios o de todas la mujeres cosidas a puñaladas en acto de servicio doméstico. No darían abasto. Qué más hubiese querido Aznar que despojarse de sus bermudas y asistir en Ronda al funeral de Javier del Castillo Peinado, el legionario fallecido en Kosovo la semana pasada. El presidente estaba de vacaciones. Otra cosa hubiera sido que el legionario Castillo hubiera muerto como mueren los campeones, víctima de un atentado de ETA, pero el pobre soldado se mató solito al caerse con su blindado por un barranco, y eso la verdad no tiene carga política de ninguna clase. Pero que nadie piense que es un muerto de segunda categoría, por favor.

Veo a sus padres compungidos de dolor. La madre sujeta un gorrillo militar sin cabeza debajo, y el padre sostiene la bandera que ha cubierto el ataúd. Desgraciadamente, la foto no me impresiona; estoy acostumbrado. La estampa desolada de los padres del legionario es la misma foto que reproducen siempre los periódicos después de cada atentado. Es un icono. Los padres, la viuda, los hijos de las víctimas devastados por el dolor. Me lo sé de memoria. Cambian los rostros, pero la muerte es la misma. Habría gustado que el ministro de Defensa asistiese al entierro, pero estaba de vacaciones. Si por lo menos Castillo Peinado hubiera estado destinado en el País Vasco. No es que su muerte sea una muerte de segunda división, a ver si me explico, pero una cosa es morir por la patria haciendo rondas por Donosti y otra muy diferente morir en un camino de Kosovo.

A los compañeros de Castillo Peinado todo esto les da más o menos igual. Ellos lo despidieron a su manera. Le cantaron sus canciones y descargaron sus salvas, hicieron sonar su corneta y todos desfilaron frente al cadáver con esos cómicos andares que distinguen a la Legión. A mí no me gustan esas ceremonias, pero a mí tampoco me han matado en Kosovo a los 19 años. Si por lo menos el chaval hubiera tenido una muerte más heroica, no sé, si hubiera muerto por los tiros disparados por algún comando Andalucía, todo habría sido diferente y seguro que a su entierro hubiera ido el presidente de la Junta, que esos días estaba libre de compromisos, de visita, no sé si oficial o privada, en la Feria de Almería.

Es cierto que la decisión de pertenecer a la OTAN y de participar en esas maniobras militares que ahora reciben el nombre de misiones humanitarias es una decisión que toman los políticos. Si en el entierro del soldado muerto brillaron por su ausencia, no es porque consideren que la víctima carece de lustre; es porque se murió en agosto y porque aunque quieran nuestros políticos no pueden estar en todo.

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