FIDEL, ESE GRAN DESCONOCIDO
De siempre mi santo y yo hemos tenido formas distintas de entender la siesta. Lo mío es irme quedando cuajadilla en el sofá. Los niños dicen que no entienden por qué yo tengo derecho a un sofá para mí sola y ellos tienen que estar apretados en el otro. Es que ni les contesto. Soy contraria a la pedagogía de la explicación. Así se dan cuenta de que no se puede tener todo en esta vida. Pequeñas lecciones que anoto y que algún día publicaré a modo de ensayo pedagógico. También les oigo protestar porque a ellos les gustaría ver de nuevo Arma letal IV, y yo, haciendo caso omiso, y mientras toda España está viendo en La 2 cómo se aparean los escarabajos, me pongo a Francine y a Jorge Javier, que al fin y al cabo hablan de cómo se aparean otro tipo de bichos. Los niños me llaman hortera. Si tanto os molesta, irsen, que el campo es muy grande. Pero ellos no pueden apartarse de una tele que esté encendida. Han salido a mí. Yo voy perdiendo mis constantes vitales, entre sus protestas, el efecto letal de las zapatillas de los chiquitines (se las quitan en cuanto se sientan, y lo que emana del interior de esas deportivas del 42 es, a mi entender, paranormal) y los reportajes de investigación. El otro día me dormí uno sobre Fidel, ese gran desconocido, no Fidel el de Cuba, Fidel el nuestro, el de Rociíto. Me identifiqué bastante con el personaje: siempre en un segundo plano, sabiendo ser consorte de una celebridad, aceptando las críticas que vierten sobre él sin una mala palabra. Es un poco el retrato de mi vida.
La siesta de un santo, naturalmente, es sagrada. Igual que el buzo se equipa para la inmersión, mi santo reúne sus complementos, ópera Rigoletto y macrobiografía de Lenin, y se va a la cama, dejándome tirada (en el sofá). En su reiterado intento de cambiarme, el otro día me dijo que yo también debería retirarme al cuarto para leer y para dar ejemplo. ¿Y por qué yo, no tienen bastante ejemplo contigo?, dije. Me puso cara de perro y cedí. Según acabamos de comer, santo y pájara nos fuimos a la cama a dar ejemplo, mientras los niños se quedaban como Dios con la tele y los sofás para su total solaz. Mi santo se puso los cascos para escuchar Juanita Banana y alzó el libro mostrenco de Lenin. Últimamente me había fijado en que estaba echando unos bíceps extraordinarios y al fin comprendí el secreto: el libro de Lenin pesa lo menos siete kilos, y dado que mi santo tiene que alejárselo porque está perdiendo vista, hay momentos en que sujeta con los brazos extendidos todo el peso de la historia. Yo me abracé a esos impresionantes bíceps y casi de inmediato me quedé sopinstant. Pero el despertar fue brutal. Se ve que a mi santo, por más que diga, la cultura no le dura mucho rato, y al quedarse dormido se le cayó el libro justo encima de una de mis sienes. Para haberme matado. Me levanté maldiciendo, mas no me oyó, porque con los cascos no se entera. Volví mareada a mi viejo sofá de donde no debía haber salido nunca. Pensé que los niños se habrían puesto una película, pero no, veían fascinados un reportaje en profundidad sobre el desnudo integral de Paco Porras en las rocas: estaba enseñando cómo quitarse la arenilla que queda entre el miembro y los testículos. Pedagogía pura. Y mientras España viendo La 2.
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