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A LA MANERA de M. Vázquez Montalbán | GENTE
Columna
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MARBELLA

Marbella es, junto a Terra Mítica, la mejor demostración de que el comunismo no estaba tan mal. Y, al mismo tiempo, es la confirmación del predecible fracaso de Marx y sus hermanos. Ni las pesadillas más vanguardistas de los jinetes del Nuevo Desorden Mundial podrían haber imaginado un alcalde tan frankensteniano. Construido sobre planes de desarrollo franquistas, perfeccionado

con tecnología peronista, apuntalado con cemento berlusconiano y financiado por los usureros del mamachichismo que auspició la transición del brazo incorrupto de santa Teresa a la mano en el fuego de Mariano Rubio, Gil es un iceberg que esconde dos tercios del peligro que entraña. Con guión de spaghetti western, Gil practica un modelo legitimado por la deslumbrante verdad de las urnas basado en la teoría del mal menor. La ciudad sin ley que administra, saltándose el tejido democrático con modales de guru cuatrero, atrae capitales huérfanos de coartada y fomenta el amiguismo de campo de golf, mañana te llamo y usted no sabe con quién está hablando. Abundan, juntos y revueltos, los guardaespaldas de pinganillo en la oreja, prueba de que las puñaladas están en el aire, y coches más blindados que aquel tanque que, con metafórica guasa, Ceausescu le regaló a Carrillo. Incluso la mafia rusa, que creció a la sombra de uniceja brezneviana, la elige como zona residencial para depilar un oro de Moscú que, curiosamente, ya no resulta judeomasónico. Aquí, ni musulmanes ni agnósticos ni católicos ni ortodoxos entran en conflicto porque les une la globalizada religión de la pasta a la siciliana. La ciudad es un plató de concurso televisivo, un parque temático del despilfarro y la opulencia, con embajadores de draculiana nocturnidad libre de impuestos. Y el fantasma que recorre sus calles es hijo de una educación sentimental atizada por el factor disuasorio de las hipotecas, responsables, en buena parte, de la atomización y posterior pulverización de un proletariado que, como el vino que bebe Asunción, no es blanco ni es rojo ni tiene color. Incluso su nombre, Marbella, ha perdido su precisión descriptiva de hermoso puerto de pescadores para adquirir sonoridad de complejo urbanístico levantado sobre la recalificación y el silencio cómplice de casi todos. Menos mal que, de vez en cuando, aparece Carmina Ordóñez, esa Catherine Deneuve criada con dieta mediterránea.

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