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Columna
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Inmigración

Los domingos por la tarde aquello parece la plaza Mayor de Quito. Cientos de ecuatorianos se reúnen en el parque del Oeste para charlar y cambiar impresiones. Al principio eran sólo unos pocos, un pequeño grupo de adultos que parecía conformar la clásica pandilla de amigos; sin embargo, en los últimos meses el conjunto ha crecido en progresión geométrica. Este espectacular incremento es el exponente más representativo de la evolución que está experimentando la inmigración en Madrid. En sólo año y medio la colonia ecuatoriana en nuestra región se ha multiplicado por 12 pasando de los 6.000 miembros que había en 1999 a los 75.000. Hay sectores, como el de la hostelería, en el que su incursión es de tal intensidad que casi no existe un hotel ni un restaurante en la capital que no tenga en su relación de personal algún empleado procedente de Ecuador. También resulta notoria la presencia creciente de ciudadanos colombianos cuyo número se ha quintuplicado en ese mismo periodo. Son estos dos colectivos los que han protagonizado con mayor ímpetu el aumento del número de inmigrantes en nuestra Comunidad, que en términos globales se dobló en los últimos 18 meses. Un fenómeno de una importancia capital al que, sin embargo, estamos lejos de prestar la atención que merece. Semejante progresión migratoria plantea problemas y necesidades cuya complejidad requiere un control y una planificación por parte de las autoridades que de momento apenas vislumbramos.

La sensación que los responsables políticos nos transmiten es que el asunto les supera y se limitan a poner parches o apagar fuegos, en lugar de disponer planes, a medio y largo plazo, que permitan digerir sin traumas un fluido que no sólo resulta inevitable, sino probablemente también indispensable. Una realidad que pocos cuestionan es que hay sectores de la producción que quedarían prácticamente paralizados sin el concurso de la mano de obra inmigrante. Lo vimos primero en la construcción, cuyo auge en los años noventa le llevó a absorber miles y miles de trabajadores procedentes de Marruecos. Hasta el pasado año, el colectivo magrebí era el más numeroso en nuestra región y, aunque ha seguido creciendo hasta casi alcanzar los 38.000 miembros, ha quedado claramente superado por los procedentes de Iberoamérica. Los marroquíes son los que corren mayor riesgo de marginación. Entre ellos se registran los niveles de paro e inestabilidad laboral más elevados debido, fundamentalmente, a los problemas con el idioma y a su escasa formación. La falta de previsión que hubo en la década anterior con este colectivo se refleja hoy en el alto nivel de incidencia que los adolescentes de origen marroquí tienen actualmente en la delincuencia callejera. Un fruto indeseable de las carencias educativas que afecta igualmente a los chavales rumanos que se han apoderado de los semáforos de la ciudad. Este grupo de inmigrantes del Este supera ya en número al de los polacos, pasando en poco más de dos años de los 900 miembros a los más de 11.000. Asimismo, el crecimiento es notable entre los ciudadanos procedentes de Asia. En la actualidad hay 7.500 chinos empadronados en Madrid, casi un 70% más que en 1999, y los filipinos suman más de 5.600.

Lo cierto es que el protagonismo de los inmigrantes en nuestra vida social y económica resulta imparable y buena prueba de hasta qué extremo la ofrecen los últimos datos sobre movimientos naturales de población que elabora el Instituto Nacional de Estadística. Según este organismo, en el año 2000 la tasa de fecundidad española, que era la más baja de la Unión Europea, se ha recuperado ligeramente gracias, en gran medida, a los inmigrantes. Esa recuperación resulta especialmente significativa en el caso de Madrid, donde el número de nacimientos superó al de defunciones en más de 18.000. Afrontar las cuestiones que se derivan de los flujos migratorios no cabe duda que es tarea compleja, pero la ventaja que tiene la incorporación tardía de nuestro país a ese fenómeno es que contamos con la experiencia de otros Estados europeos que llevan décadas recibiendo inmigrantes. Allí han comprobado los beneficios de una buena planificación en los mecanismos asistenciales y educativos y padecido las nefastas consecuencias de la dejadez permitiendo el surgimiento de actitudes racistas y xenófobas indeseables.

Aún estamos a tiempo para elevar el fenómeno a la categoría que merece antes de que se nos vaya definitivamente de las manos. Aprendamos a escarmentar en cabeza ajena.

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