Sant Miquel del Fai, sin agua
F ue Víctor Balaguer, el hombre que puso nombre a las calles del Eixample de Barcelona, quien en 1856 divulgó a sus contemporáneos el mito del paraíso de Sant Miquel del Fai. El hombre fue allí de excursión e, imbuido de la mentalidad romántica de la época, quedó embelesado por aquel paisaje de cuevas, monasterio y cascadas y publicó un pomposo artículo titulado Una expedició a Sant Miquel del Fai. A partir de aquel momento, todo catalán que se preciara tenía que procurar ir, además de a Montserrat, a Sant Miquel del Fai.
No fue, sin embargo, hasta la década de 1960 que la democracia del Seat 600 contribuyó poderosamente a extender la pasión por este paraíso catalán. Es lógico. Cuando uno estrenaba coche tenía que hacer una excursión espectacular para celebrarlo y muchos optaban por la cercanía de Sant Miquel del Fai. Para demostrar que no iban de farol, a la vuelta se pegaban en el cristal trasero un adhesivo de Sant Miquel del Fai, que era como una muesca que avalaba su peregrinación al paraíso. Durante muchos años, esas pegatinas alargadas sobrevivieron, quemadas por el sol, en los cristales de los ochocientos cincuenta, sucesores del seiscientos. Luego vinieron las pegatinas de las discotecas de la costa y el paraíso se fue a otra parte.
Cuando uno estrenaba coche tenía que hacer una excursión a Sant Miquel del Fai y luego ponerse la pegatina en el cristal trasero
No había estado en Sant Miquel del Fai desde que, de niño, fui allí en una excursión escolar. Tenía, por tanto, un recuerdo sumamente difuso del lugar, pero hace un par de domingos sentí interés por ver en qué se había convertido aquel paraíso de nuestros abuelos. No me lo pensé dos veces: subí al coche (lo siento, no es un ochocientos cincuenta) y me planté en la carretera en dirección a Sant Feliu de Codines. En Palau de Plegamans estuve a punto de dejarme tentar por un paraíso alternativo, gastronómico en este caso. Un cartel junto a la carretera proclamaba una oferta imbatible: 'Un pollo, seis canelones, terrina de allioli y botella de vino por 2.000 pesetas'. Dudé unos instantes, pero al final continué hacia Sant Miquel del Fai. No podía fallar en mi cita con el paraíso perdido.
A partir de Sant Feliu de Codines, la carretera se estrecha y empieza a trazar curvas pronunciadas y a coquetear con el abismo. No son muchos kilómetros, pero sí los suficientes para pensar que quizá Víctor Balaguer no exageró demasiado cuando habló de 'una expedición a Sant Miquel del Fai'. La carretera avanza pegada a los riscos, en medio de un paisaje castigado por los incendios y, de repente, encima de una roca, colgado de la nada, aparece el monasterio de Sant Miquel del Fai.
En el aparcamiento había un centenar de coches, lo que indica que Sant Miquel del Fai no ha caído en el olvido. Pagué 1.000 pesetas por la entrada y accedí al recinto a través de una cicatriz en la roca. A mi lado iba una familia con un adolescente equipado con walkman y teléfono móvil. El padre iba armado con una cámara de vídeo y no paraba de repetir: 'Ja veuràs com t'agradarà'. El adolescente ni se molestó en mirar el paisaje: estaba demasiado ocupado mandando un mensaje por el móvil. Él se lo perdió, ya que la vista es espectacular: el río Tenes al fondo del valle, el monasterio, un camino que lleva hasta la ermita y unas rocas donde se supone que debería haber unas cascadas que se precipitaran hasta el río.
-¿Cómo es que no baja agua por las cascadas? -pregunté.
-Con esta sequía no baja agua -me aclaró una chica de información-. Las cascadas estuvieron funcionando hasta hace cosa de un mes y medio, pero ahora... Además, hay una presa río arriba y el propietario la cierra cuando quiere.
Un paraíso no debería depender del capricho de un particular, pensé, y recordé lo que escribió Josep Pla a propósito de Sant Miquel del Fai. Cuando visitó el lugar, hace años, la cascada tampoco funcionaba, por lo que se le ocurrió preguntar qué pasaba.
'La cascada existe', le respondió una mujer, 'pero sólo funciona los domingos. Hoy es miércoles, ¿comprende? Usted ha venido en un mal día'.
Pla, tras expresar su sorpresa ante la existencia de 'una cascada de horario fijo, intermitente y semanal', le soltó a la mujer: 'Entonces, ésta es una cascada semanal, como las revistas ilustradas y los partidos de fútbol'.
La mujer precisó que, aunque fuera entre semana, la cascada también funcionaba si venían grupos escolares. Para una sola persona, sin embargo, no pensaba ponerla en marcha. A lo que Pla, murri ell, respondió: 'Así que es una cascada semanal corregida por las exigencias de la pedagogía. Es divertido'...
A la mujer no le pareció divertido que el escritor se burlara de aquel paraíso, pero Pla escribió como resumen: 'No pude ver la cascada de Sant Miquel. Es un accidente geográfico que está agonizando'.
Parece un réquiem, más que otra cosa, pero la sorpresa vino unos metros más adelante cuando, tras visitar la iglesia excavada en la roca, me encontré con una estatua de Josep Pla sentado en un banco. El escritor está representado con boina y sostiene un cigarrillo entre los labios, lo que, el día de mi visita, hizo exclamar a un castizo: 'Siempre que vengo, ese hombre está ahí, fumándose un caliqueño'.
Quién sabe, quizá está esperando a que baje agua por la cascada...
Confieso que no recordaba nada de mi anterior visita a Sant Miquel del Fai, pero en cuanto entré en la cueva que pasa por detrás de la cascada fue como si me hubiera encontrado una magdalena de la acreditada marca Proust. De repente, me vino a la memoria que ya había estado allí y me acordé de que en mi visita anterior -de niño, con el colegio- la cascada funcionaba al máximo y que nos habíamos mojado al pasar por la cueva. Tras unos minutos de excitación, pensé en lo que había escrito Pla y comprendí que, claro, aquel día habían puesto en marcha la cascada porque éramos un grupo escolar. A ese paso, si persiste la sequía, la cascada acabará funcionando con monedas, como las luces de algunas iglesias, y no es eso. Los paraísos se merecen otra cosa.
De regreso a casa, mientras deshacía la carretera de la ida, me puse a pensar en las pegatinas quemadas por el sol de los viejos ochocientos cincuenta. Entonces me di cuenta de que había cometido un fallo terrible. No había preguntado si aún vendían pegatinas de Sant Miquel del Fai. Tendré que volver otro día, aunque esperaré a que lleguen las lluvias.
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