NEGATIVOS
He ido a recoger las fotografías de las vacaciones y, al llegar a casa, me he dado cuenta de que no son las mías. El tipo congestionado que aparece en primer plano bebiendo sangría, por ejemplo, no se parece a mí, aunque yo también me tomé una sangría igual o peor que ésa (por cierto, la sangría me sentó fatal: estuve vomitando toda la noche y tuve pesadillas en las que me veía a mí mismo recaudando fondos para el Arzobispado de Valladolid).
Y, aunque los niños que salen sonrientes persiguiendo una cometa en forma de abeja no son mis hijos, digo yo que podrían haberlo sido, ya que los míos también corrieron lo suyo detrás de un oscuro abejorro volador patrocinado por Rumasa (a uno de mis hijos lo tuvimos que llevar al dispensario porque se le clavó una jeringuilla infectada en la planta del pie y, al final, como los cirujanos titulares estaban de vacaciones, los suplentes optaron por amputárselo).
Y esa hermosa mujer con gafas de sol a la que le cuesta disimular el cansancio que le produce posar delante de una torre Eiffel ocupada por turistas catalanes, bien pudiera ser mi esposa. Mejor dicho: mi ex, ya que, al regresar de París, me pidió, además del rosario de su madre y de la libreta de ahorros, el divorcio, y me dijo que nunca había sido feliz y que todo había sido un exasperante horror digno de la más tenebrosa novela de Stephen King.
Y esos espectaculares atardeceres con silueta de palmeras y minaretes son idénticos a los que yo mismo inmortalicé con la cámara automática que compré antes de salir de viaje, porque yo soy muy torpe con los aparatos y prefiero que la máquina lo haga todo (parece ser que en el futuro ya no hará falta posar: las máquinas de retratar llevarán incorporados los modelos, los paisajes, las muecas y las sonrisas).
Así que, en lugar de devolver estas fotografías de vacaciones ajenas, he pensado añadirlas a mi álbum y ponerlas junto a las demás, ésas en las que salimos todos en anteriores viajes de verano, más jóvenes, por supuesto, con más pelo y menos arrugas y sin piernas ni pies por amputar.
Somos nosotros, sí, y ese que lleva una boina gigante y una cogorza como un piano, por ejemplo, no hay duda de que soy yo. Aunque, si quieren que les sea sincero, no me reconozco.
Y, ahora que me miro en el espejo, compruebo que cada vez me parezco más al tipo que sale en esas fotografías que, muy vagamente, no recuerdo haber tomado.
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