Daniel Barenboim desata el delirio en Santander
Su actuación al piano fue un acontecimiento sensacional
La actuación del pianista Daniel Barenboim en el Festival de Santander quedará grabada en las memorias, registrada en los medios de comunicación y clavada, como tema recurrente, en toda reunión o cita de filarmónicos como un acontecimiento sensacional. Al final de su programa, ante las grandes ovaciones, Barenboim regaló al público la estupenda creación de Liszt sobre Rigoletto. Esto, después de tres prodigios -como obras y como versiones- de Scarlatti, dos de Chopin, un Villalobos, un Bailecito, y una Vidalita, de José Resta; en fin, el delirio.
Todo ello en un ambiente distendido creado gracias a la humanidad artística y personal del excepcional pianista que trae a nuestros días la más egregia tradición heredada, con la que se siente solidaria aunque, como es natural, la modifique desde su criterio exigente y emotivo.
Antes, el programa propiamente dicho: Mozart en su Sonata KV 330 cuyo solo primer tiempo habría justificado, tal como lo hizo Barenboim, cualquier festival. Después, la Appasionata desentrañada y poetizada desde las singulares dinámicas del genial bonaerense que apenas encuentran otra referencia que la de Arturo Rubinstein. Es sabida la estrecha amistad y mutua admiración que presidió las relaciones entre el viejo 'Rey Arturo' y este mágico y perfeccionista sucesor suyo. Pero en Barenboim, sobre la serena, viva y distanciada exposición de Beethoven, junto al profundo análisis de todos y cada uno de sus 'jardines', como diría Juan Ramón Jiménez, se alzó la energía impulsiva de una construcción que convirtió los tres movimientos en uno solo y gran suceso musical.
Como Rubinstein, también Barenboim adora a Isaac Albéniz, del que expuso los dos cuadernos primeros de los que conforman la Iberia, 'la maravilla del piano' para Olivier Messiaen. Desde la preludial Evocación hasta Triana, pasando por El puerto, el monumental Corpus Christi, la intensidad garbosa de Rondeña y la larga melancolía de Almería, Barenboim, saltando por encima de toda tentación o antecedente pintoresco, penetró en la Iberia como, según testimonios, quería el gran Isaac: con infinita calma, casi con austeridad. Si en la política y la administración se abrieran las puertas a la emoción poética, después de escucharle una sola de las Iberias debería extenderse a Daniel Barenboim el pasaporte español. El Festival de Santander no ha vivido, pienso, una apoteosis semejante desde la Novena Sinfonía de Ataúlfo Argenta en la noche del 9 de agosto de 1953 ante la multitud desbordante de la Plaza Porticada.
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