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Columna
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Vía única

Soy un hombre, como el del relato y la película, que mira pasar los trenes. Suelo soñar que los pierdo, eso sí, que llego siempre tarde y que el que habría de llevarme a un destino feliz acaba de salir, lo veo alejarse mientras corro inútilmente por el andén desierto. En fin, cosas mías y de mi psicoanalista, cuando lo tenía. Durante casi todos los años de mi vida he vivido al lado del ferrocarril, en la calle de Pelayo de Valencia, en la avenida de Vila-real de Castelló (hasta hace bien poco, que el progreso enterró las vías y desenterró motos y coches, de estrépito más molesto que el rumor clásico del tren), y también cada verano entre el mar y mi casa. Desde la terraza, pues, veo pasar los trenes, de cercanías y de lejanías, de mercancías y euromeds. Los veo pasar con toda majestad y parsimonia, porque no pueden correr, cargados de contenedores, de coches o de jóvenes ejecutivos de mejilla pegada al teléfono móvil. Es igual: por delante de mi casa no corren. Pasan lentos saliendo de estrechos cortes de roca, entran en cerradas curvas trazadas hace ya un siglo y medio, rozan el mar sobre elevados y precarios terraplenes, pasan al lado de antiguas torres de guardia contra piratas del mar, y así van haciendo su histórico recorrido turístico, un tren tras otro, turnándose en las dos direcciones, porque sólo hay una vía. En efecto, entre Valencia y Barcelona, capitales famosas de países poblados y de mucho comercio y mucha industria, el ferrocarril de ancho español sólo tiene una vía, la que proyectaron esforzados ingenieros de levita y sombrero de copa. Ya sé que, tarde y mal como suele pasar con toda obra pública del estado en el País Valenciano, ya hay tramos de vía doble y un poco europea si no en anchura al menos en velocidad. Ya sé que se trabaja, sin prisas, para hacer vías del siglo XXI allí donde todavía son del XIX. Pero eso es lo que hay por ahora, delante de mi casa: vía única. Lo cuento por ahí fuera, y nadie se lo quiere creer.

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