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Columna
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Víctimas

De todos los libros de Julio Cortázar recuerdo ahora aquél, tan espléndido como los demás, porque aparecía el retrato de Jack el Destripador: el volumen había sido concebido como un almanaque con ilustraciones, y un tocayo del autor, Julio Silva, lo había trufado con imágenes de insectos, paisajes, monstruos de la naturaleza y de la literatura, componiendo una especie de gran revista de divulgación, que sólo buscaba divulgar la irreverencia de sus inventores: La vuelta al día en ochenta mundos. Los Julios dedicaban en su revista varias páginas a las biografías de los mayores asesinos de la Historia, hacia los que les arrastraba una misteriosa fascinación; Cortázar escribía con amistad del Estrangulador de Boston, de Gilles de Rais y Jack the Ripper, para acabar rememorando a sus víctimas, sin las que la gloria de toda aquella galería de carniceros jamás hubiera tenido lugar. Entonces, y esto es lo que quería recordar, Cortázar defendía que la víctima constituía una mitad tan consciente, responsable y artística del crimen como el propio verdugo, porque todo asesinato es cosa de dos, y que un magnetismo oculto, una simetría latente, vinculaba a la persona que mata con la que iba a ser matada desde mucho antes que el homicidio se efectuase. Nos hallábamos ante una coreografía macabra a la que ambos participantes se prestaban de tácito acuerdo, comprometiéndose a realizar sus papeles con toda la responsabilidad de los buenos bailarines: lo cual significaba que el buen asesino siempre busca sangre, sí, pero también que la buena víctima siempre busca un cuchillo.

Comencé a pensar en esa página de Cortázar cuando leí un breve en el periódico que denunciaba el estado de un menor al que sus padres habían encadenado a la cama en un pueblo de Málaga. Una vez que la policía descubrió el abuso, se supo que los padres lo practicaban con asiduidad, siempre que tenían que dejar la casa, para evitar que el niño cometiera estropicios. El niño jamás se había atrevido a denunciar su situación, como tantos niños y mujeres y empleados que sufren diariamente vejaciones de muchos tipos. Dicen que el miedo es el factor preponderante en ese silencio: los agredidos temen las consecuencias de su delación y prefieren callar y padecer, esperando que la providencia les libre del mal. Yo creo que la cosa admite mayor complejidad y que existen verdaderos profesionales del sufrimiento; en muchos casos, como esas víctimas de que hablaba Cortázar, la mujer vapuleada, el empleado acosado o el niño encadenado a su cama deben de considerar que su participación es inexcusable en un rito que tiene que producirse, que de algún modo es necesario que suceda. Por educación o convicción o temor o placer, esas personas forman parte de un montaje teatral que resultaría estéril sin su contribución: de su incapacidad para imaginarse en otro papel que no sea el de la víctima se sigue su propensión a recibir patadas, insultos o prohibiciones con una actitud que se parece mucho a una plácida aquiescencia. No trato de decir que estos individuos reciban sus palos con gusto; sólo reconozco que su dolor es la parte visible de un sentimiento más profundo y distante que les obliga a poner la mano, a descubrirse la camisa, a dejar que se cierren los nudos sobre las cadenas. Y oscuramente, como chivos propiciatorios, ponen su sangre al servicio de la liturgia.

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