_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Comunismo

Yo estaba en Roma cuando una bala entró sin permiso en el cráneo de Carlo Giuliani. Cada noche, en el televisor del hotel, contemplaba aquel carrusel confuso de piernas, humo, balcones entrevistos, tanques que taponaban las calles, máscaras y sangre. Por todas partes, en las pantallas de los bares, en los altavoces de las radios que viajaban en los taxis, se repetía el mismo nombre, como un ensalmo que podía evitar una catástrofe: Génova, Génova, Génova. Pero esa presunta magia no evitó nada. Llegaron las fotografías del joven con el cerebro derramado junto a un furgón de policía, las denuncias, la imagen incontestable de un batallón entrando en la Escuela Diaz y probando sus porras contra los bultos abandonados en una cancha de baloncesto. Yo solía comer en un restaurante barato de la Via del Corso, junto a los ministerios; una noche, veinte o treinta personas se manifestaron contra la brutalidad de las fuerzas del orden y enarbolaron pancartas a lo largo de toda la calle: los rodeaban, por detrás, por delante, por los extremos, un rebaño metálico de hombres con cascos, escudos, pistolas, que apartaban a los turistas haciendo gala de una sospechosa prepotencia chilena. La descompensación entre manifestantes y policía podía dar risa, pero a mí me dio miedo.

El caballero Silvio Berlusconi salta a los estrados a alertar de los peligros del comunismo, cuyos tentáculos se ocultan quizá detrás de todas las maniobras de antiglobalización. Un amigo mío italiano me cuenta que el pasatiempo favorito de este señor es celebrar debates en sus cadenas privadas para estudiar por qué el comunismo tenía que llegar a su fin y por qué se ha asfixiado; en sus ratos libres redactó con una serie de expertos intachables un Libro negro del comunismo, donde se revelan todas las lacras de una ideología que sólo ha dado pábulo a criminales, genocidas, mentes enfermas y dolor. Bravo nuevo mundo es éste nuestro, donde el mal consistía en una nociva religión de banderas rojas que erradicaron un hombre que vivía en una casa blanca y un anciano polaco: el resto, disparos en los riñones de muchachos suecos, adolescentes desangrados, gente aporreada mientras duerme y detenidos ilegales no son más que minucias sin importancia.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_