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Reportaje:Estampas y postales

El talón de Aquiles

Miquel Alberola

En el interior de estas cajas de seguridad están las pruebas que podían meter en la caponera a tipos muy honorables. Aquí se encuentran los negativos de una fotografía de un presidente de consejo de administración defensor a ultranza de la familia y los valores tradicionales en paños menores con un pubescente. O un vídeo en el que un político muy íntegro recibe un maletín relleno de billetes de manos del máximo contratista de la Administración. O un documento que acredita que una concejal se pasa al grupo mixto para provocar un cambio de alcalde por unas decenas de millones y empleo de por vida. Dentro de cada uno de estos nichos está el fundamento de una extorsión, la prueba de un delito, el arma de un asesinato. La verdad está aquí dentro.

Como si se tratase de un formidable ordenador social, estas cajas regulan un mercado de negocios paralelo y establecen equilibrios de poder en las empresas privadas y en las instituciones públicas bajo la amenaza de airear secretos que sacudirían el falso pedestal sobre el que se sustentan algunos. Siempre hay como mínimo uno de los miembros de cualquier órgano directivo con la voluntad secuestrada por una de estas cajas. Antes de tomar ninguna decisión pasan la noche sin pegar ojo, atormentados porque ya no es posible mantener el equilibrio sin caerse de cabeza hacia uno u otro lado. O por el contrario, imploran al cielo para continuar siendo útiles a ese chantaje y poder salvar al precio que sea la imagen ante la familia y el vecindario. Éste es el talón de Aquiles de casi todos los tipos importantes. Por eso los delincuentes verdaderamente profesionales prefieren asaltar estas cajas que llevarse todo el oro de la Reserva Federal norteamericana.

Hasta el vientre de las entidades financieras se introducen los tiburones de este negocio con una valija de Samsonite, cuyo interior interesa casi siempre al fisco o a la policía. Van acompañados por un guardia de seguridad, que los hace pasar a una sala conocida en la jerga bancaria como El Confesionario, contigua a la cámara que aloja estos armarios blindados llenos de cajones. Tiene el suelo de mármol y un tocador adherido a una pared recubierta con un espejo, para poder realizar la operación con la caja que entrega el guardia y disponer asimismo de una visión objetiva del acto. Entonces se introduce el dinero negro, las joyas o el registro que imputa al diputado o al arzobispo, se cierra la caja con la llave y se deja pasar un lapso de tiempo para dar solemnidad al asunto. En ese momento la luna juega un papel decisivo. Nada produce tanta coquetería como mirarse en ese espejo tras afianzar en una caja de seguridad la vulnerabilidad de un enemigo atrapado por los genitales. Luego el guardia abre la cancela y la deposita en el interior de su hornacina para que ese capital trabaje a pleno rendimiento.

En apenas unos metros cuadrados se condensa tanta energía que podrían encenderse todos los semáforos de la ciudad durante un año. Estas cajas se interconectan y llegan a conformar un entramado de intereses que mueve los hilos de los acontecimientos. Muchos bancos, conscientes del material inflamable que contienen, las ceden a empresas de seguridad que asumen el riesgo en cámaras acorazadas hasta el paroxismo, controladas por un dispositivo robotizado. Sin embargo, hay verdaderos especialistas trabajando a destajo para romper su sistema inmunológico.

JESÚS CÍSCAR

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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