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Columna
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Retratos

De todos es conocido que el retrato es una de las aplicaciones más antigua de la fotografía y a la que debe la mayor parte de su aceptación popular. Las raíces de este género llegan de manera consolidada desde el Renacimiento, donde la máxima estima correspondía a las representaciones que guardaban fidelidad a la apariencia física, pero también intentaban añadir rasgos que definiesen el carácter y personalidad del modelo. En definitiva, se trataba y se sigue tratando de revelar la interioridad de una persona por su aspecto externo. Dos premisas complejas que, si bien la escritura de la luz resuelve una de ellas con inigualable pulcritud, la segunda siempre es más compleja de conseguir.

A estos menesteres busca dar respuesta la muestra de Gorka Salmerón (Legazpia, 1969) en la sala-bar Gaspar de Rentería. Esta peculiar galería, que abre entrada la tarde y cierra a altas horas de la madrugada, celebra su veinte aniversario haciendo exposiciones. Desde entonces, su promotora, Pepa Makazaga, viene cediendo este espacio para promocionar autores noveles de la pintura, escultura o fotografía, pero este año, cada mes, uno de los que alcanzaron cierto renombre agradecen esta ayuda enseñando algunos de sus trabajos más sugerentes.

A Gorka le ha tocado este irregular agosto y se ha decantado por una selección de retratos realizados en el tiempo que ha transcurrido desde que colgó en este lugar por primera vez, hace doce años. En el conjunto hay una gran variación técnica. Con cierto toque de ironía enseña algunos de sus recovecos experimentales donde aparecen serigrafías, pequeñas cajitas con polaroid, tratamiento por ordenador y, lógicamente, también está el clásico papel fotográfico. Es toda una exhibición de las posibilidades que ofrece el medio en sus diferentes variantes técnicas. Un ensayo que siempre resulta divertido para quien no se sienta muy atenazado a la supuesta ortodoxia adjudicada por algunos puristas a la cámara oscura.

La misma diversidad se encuentra en los personajes que le han ayudado a escapar de otras imposiciones temáticas que le exige el trabajo de todos los días. Desde amigos, familiares, clientes, personajes como Oteiza, incluida la intimidad de un autorretrato, completan las cerca de cuarenta obras colgadas. Salvo algunas excepciones, los modelos son conscientes de que están siendo fotografiados, miran a la cámara y desean decir algo más que lo que sus rasgos indican, aunque siempre no se consigue este efecto. No es sencillo traducir y poner en escena el carácter psicológico de un retratado. Con frecuencia debemos conformarnos con una fría neutralidad repleta de indiferencia de donde es difícil extraer conclusiones válidas.

La puesta a punto de la representación fotográfica de un individuo o de un grupo es harto compleja, sobrepasa el marco histórico del que podamos tener referencia. Inconscientemente se produce una resistencia a ser descubierto en la intimidad, se quiere escapar de que a uno le roben el alma. En otras ocasiones se representa una actitud ficticia encaminada a encontrar una singularidad que intenta responder a un estatus predeterminado. Son comportamientos que nos llevan a preguntarnos sobre una nueva objetividad del medio, sobre la interpretación de la puesta en escena o incluso sobre la búsqueda exagerada de una mitología individual para cada sujeto. De ahí que no se puedan establecer restricciones tipológicas en un genero difícil y protegido por una incontestable raigambre popular.

De esta forma Salmeron nos enseña lo que es capaz de hacer y con sus retratos nos ofrece, casi inconscientemente, innumerables cargas simbólicas.

En cierta manera plantea una mirada crítica, a la vez que jocosa, sobre él mismo y la condición de una sociedad en la que se desenvuelve. Revela fetiches repletos de fugacidad, lejos quedan de manifestar su auténtica esencia, es cierto que sobrepasan el simple concepto de identidad, pero guardan para mañana nuevas manifestaciones capaces de interpretarse como una razonable autoprotección.

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