Agostísimo
'En Madrid, cuando mejor se está es en agosto', decían los trabajadores, los cateados o los ruinosos rodríguez condenados en verano a ir al cine a ver la nueva de Van Damme. Y es que antes Madrid se transformaba. Uno se daba cuenta de que ya no se hallaba en la ciudad de siempre cuando de repente encontraba aparcamiento, y no sólo un hueco, sino varios, preso de una ansiedad indoblegable por no tener seis coches que dejar en las plazas vacantes que había visto en la calle Mayor, en Andrés Mellado y en una perpendicular a Gran Vía.
En agosto, cuando los políticos y demás cargos institucionales desaparecían de las noticias (excepto Garzón, que junto al Seven Eleven no descansa nunca), te dabas cuenta de que Madrid había mutado. La población se evaporaba en la fórmula de alquitrán incandescente y comercios blindados de la ciudad para volver a materializarse fragmentada y fastidiosa por las diferentes costas. Madrid quedaba como un castillo de luz deshabitado.
Hoy, si todo siguiese como siempre, los currantes y ociosos estáticos se encontrarían en una metrópoli de semáforos en verde, de domingos sin restos de botellón en los parques y de sufridores de academia con camisetas de Zidane. Un Madrid desierto y ralentizado que casi todos hemos disfrutado en alguna ocasión soñándolo eterno, imaginándonos cómo sería la vida si nuestros jefes se quedaran para siempre a la deriva en sus colchonetas con forma de huevo frito, si nuestras parejas se perdiesen en las casas de sus padres donde descansan, y si el frío se extraviase en su vuelta al mundo y ya no volviese más.
Pero las cosas han cambiado. Madrid en agosto ya no es un paraíso de jubilados y amas de casa, de embarazadas y universitarios tirando cañas para financiarse el interrail del año siguiente. La capital continúa alborotada y estridente, ya no es un lugar sumiso y entregado a los que se libraron del atasco hasta Arganda. Madrid ha perdido su inocencia de ciudad abandonada, relegada sistemáticamente al zumbido del calor en sus avenidas y sus salones. A Madrid ya no le duele el éxodo de su población, su cruel y programada sustitución por el mar. Madrid incluso hace tiempo que no añora la playa, que no se esfuerza en competir en encantos con otras ciudades que, sin embargo, siguen seduciendo hipnóticamente a su población.
El Madrid de este agosto ya no es el espacio desierto, grato pero melancólico de otros veranos. Estos días la ciudad se agita y contorsiona como una actriz sobre la que no han retirado los focos. Al margen de los programados festejos estivales, sigue habiendo cola en las cajas de El Corte Inglés, los perros continúan cagando frente a los portales y los vecinos contaminando las siestas con Chayanne.
Antes los madrileños agradecíamos la soledad de Madrid al encontrar sitio en los bancos de plaza de España o en los probadores de Zara, pero ahora es la propia ciudad quien parece congratularse de su vigor veraniego a la vez que se relaja y se estira sobre sus calles cortadas y sus días sofocantes.
Quedarse en Madrid en agosto solía ser un fastidio, pero el entorno se complacía de tu cautiverio mostrándose dispuesto y casi exclusivo para ti. Sin embargo, hoy los madrileños damos vueltas a la misma manzana presos en una emboscada de obras y llegamos a las citas sin tiempo ni cambio para el parking donde hemos acabado dejando el coche, con la sensación de que Madrid continúa fiel a sí misma. La villa no sólo se jacta del magnetismo del mar que la deshoja de gente, sino que se despreocupa del servicio o la comodidad que le pueda dispensar a su ciudadano.
Hasta hace poco, Madrid no asimilaba bien su radical cambio de fisonomía en agosto. Madrid dejaba de ser Madrid, tanto para los que se quedaban en casa como para ella misma. La ciudad parecía desfigurada: silenciosa y hermética; como los propios madrileños que se caricaturizan en las playas, donde se cascan sus riñoneras, sus reebock de mercadillo y una camiseta de la caja de ahorros para comer de tupperware en la orilla. Madrid también se metamorfoseaba en verano. Pero no se convertía en nada conocido, no se asemejaba a otra ciudad europea en agosto, ni a Buenos Aires en nuestro invierno, ni siquiera a Beirut, a pesar de las aceras levantadas. En agosto no sólo la gente huía de Madrid, sino que Madrid también se alejaba de su esencia. Ya no. Hoy la escasa pérdida de hiperactividad y de gentío muestra a la ciudad tal como es: estrecha, socavada, luminosa, inmensa. Una superficie colmada y viva a la que ya no le importamos nada.
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