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Reportaje:

Malditos trabajos

Enterrar muertos, limpiar cloacas o colgarse de una torre son tareas que nadie quiere realizar, pero que son necesarias

Hay trabajos malditos que nadie quiere hacer. Son trabajos duros. Difíciles, pero imprescindibles. Están ocultos y preferimos que queden así. Los sepultureros, los limpiacloacas o los obreros que hacen trabajos peligrosos son sólo algunos de los trabajadores que -contentos o no- dedican su vida a realizar lo que otros desechan.

Uno de ellos es David Monllau. Cuando en la ciudad de Amposta alguien pregunta por 'David, el sepulturero', nadie sabe si se refieren al padre, al hijo o al nieto. Son tres generaciones pala en mano.

David Monllau Alejo, el nieto, es por tradición familiar responsable del cementerio del pueblo. Creció en su lugar de trabajo. Jugó al escondite entre las tumbas y se enamoró entre lápidas y flores. Hoy está casado, y tiene dos hijos mayores.

'Colgarse de una aguja de la Sagrada Familia es más seguro que trabajar en una obra'

En su pequeña oficina, al lado de la sala forense, el sepulturero -como le conocen en Amposta- tiene un equipo de radioaficionado y una biblioteca repleta de libros sobre armas, guerras y batallas.

Le toca el trabajo sucio. Sube y baja cuerpos, ayuda en las autopsias, abre y cierra los nichos, entra y saca los restos de los muertos, limpia, riega y cuida las flores.

También tiene sus fobias. Cuando habla no puede evitar repetir al final de la frase las mismas palabras con las que la comienza. Se baña cada vez que sale del cementerio y hay días en que llega a ducharse cuatro veces.

Aunque no en el cuerpo, el trabajo le ha dejado sus huellas. 'Dicen que tenemos el corazón duro, pero yo te aseguro que no. Una vez murió una joven madre de una niña de tres años. Yo estaba colocando la tapa del sepulcro y escuchaba detrás de mí a la abuela llorando: 'Hija', decía a la difunta. 'Mamá hará feliz a la niña. La vamos a cuidar mejor que si estuvieras tú'. Suerte que cuando trabajo lo hago de espaldas a la gente porque si no me verían llorar'. A David le costó tres días vencer el insomnio.

Historias como ésta se repiten varias veces al año. Sólo hubo un muerto al que no fue capaz de sepultar: su propio padre.

Pero, a pesar de lo áspero de su labor, David no podría abandonarla. 'No lo dejaría ni aunque me tocase la quiniela', asegura. Si algo aprendió en contacto con la muerte es a valorar la vida. 'Hay que vivirla', dice sin dudarlo un segundo. 'El día que te vas no te llevas nada de nada'.

Francisco Lara, un catalán de raíces andaluzas, es otro de los que hacen trabajos condenados. Tiene siete hijos y se pasó más de 13 años limpiando cloacas, para mantenerlos. Al contrario de David, trabaja por obligación. Ahora está jubilado y, mientras recuerda, disfruta por lo que ha conseguido.

'Cuando me dijeron que tenía que encargarme de las cloacas todos los días me negué. Dije que no. Me di la vuelta y me fui'. Pero Francisco sabía lo difícil que era conseguir el pan. Se fue a trabajar al campo recogiendo arroz y aceitunas para mantener a su familia. Pero la agricultura no daba resultado. Si llovía, no le pagaban. Si le tocaba una racha de días de lluvia, cuando llegaba el sábado, la paga semanal no le permitía comer.

En esta situación, se quitó el asco de encima, se puso el traje y el gorro de buzo, abrió la tapa de la alcantarilla, la dejó abierta un rato para que se dispersara un poco el olor, y se metió en el agujero con un palo de hierro para desatascarla.

Así trabajó más de 13 años. Iba calle por calle bajo las aceras, encontrando todo menos aquello que le hubiera gustado. '¿Algo bueno? ¡Qué va! Todo porquerías. Ratas muertas... muchas veces las cloacas se obstruían con compresas de mujer'. Francisco tiene cinco hijas y, si algo recuerda con detalle es que, al llegar a casa, no hacía otra cosa que recordarles: '¡Sobre todo, no las tiréis por el inodoro!'.

'Ahora los limpiacloacas lo tienen fácil', explica. 'Van con una manguera a presión. Nunca se meten en el hoyo. Antes había que entrar y aguantar los malos olores. Pero te acostumbras. Salías del pozo, te quitabas el traje y ya está'.

Jordi López tiene 34 años. Está colgado de una soga fijada a una pared, en lo alto de la Sagrada Familia. Se balancea como si nada. Trabaja con las manos. Lleva un cinturón repleto de herramientas y a ratos mueve las piernas en el vacío para que no se le duerman. Debe colocar pinchos para que las palomas no se posen sobre la obra de Josep Maria Subirachs.

Jordi es uno de los tres encargados de los trabajos más difíciles en el templo barcelonés. Pero lo que hace le gusta. Lleva más de 10 años en ello. Antes trabajaba como camionero, pero prefiere escalar. Disfruta tanto de las alturas que durante los días libres prefiere trepar por las montañas. 'Es muy espectacular, y podría ser peligroso', opina, 'pero en realidad, si se hace como se debe, es doblemente seguro que cualquier otro trabajo de albañil. Lo importante es saber cómo te sujetas'.

Con sus compañeros, instalan los andamios más difíciles de colocar para que puedan ser usados por el resto de los obreros. Ponen luces y reparan aparatos eléctricos allí donde nadie llega. A veces a pie, con sogas, traje de buzo o pendiendo de un helicóptero. Su oficio es ser un poco de todo: albañiles, electricistas, artistas, buceadores y escaladores. Todo en uno.

Cuenta que una vez un obrero llegó a trabajar con ellos. 'Había dicho que tenía experiencia y que no había problema. Cuando lo llevamos a la obra y lo subimos, dijo que tenía que ir al lavabo... Todavía lo estamos esperando', recuerda sonriente.

CARMEN SECANELLA

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