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Tinto de verano | GENTE
Columna
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EL HOMBRE DE ATAPUERCA

Elvira Lindo

He aquí un hombre desafiando a la naturaleza. He aquí el representante de una especie en peligro de extinción: un macho casado, atento a las necesidades de su camada, con una hembra que hace del hogar el reposo del guerrero. He aquí un hombre con su cortacésped. Mi santo. No le falta un detalle. Lleva unos guantes de cuero; un gorro para que el sol no le trastorne la cabeza, que es con lo que me gana un dinero encomiable (para mí todo es poco); y una camiseta que dice: 'De aquí para abajo soy una máquina'; luce también una sonrisa porque la jardinería le hace descargar esa fuerza testosterónica que todo hombre bien constituido tiene dentro. El cortacésped lo compré para el santo de mi santo (gran juego de palabras) a fin de que expulse en el jardín la testosterona mala y me quede para mí sólo la buena. He aquí un Michael Landon redivivo.

Y he aquí su hembra, con un físico un poco más evolucionado que las de Atapuerca, sin tanto vello pero con unos ojos que conservan la expresividad primitiva, y la misma gracia en los andares que aquellas aguerridas pioneras. A ella tampoco le falta detalle, en una mano un pitillito, en la otra el teléfono. Yo soy la hembra. Cierto es que mi preocupación por la choza es relativa. Dado que son las 12 del mediodía y nuestros jóvenes primates aún no han tenido a bien levantarse: paso de todo, oyes. No he hecho ni la cama, he abierto una Mahou (pronto empiezo), me he provisto de unas olivitas, y me he colocado en la ventana desde donde vigilo a mi santo y telefoneo a mi amigo gay. Le digo a mi amigo que leí en el Telva que hay en España cinco millones de hombres solteros. Las mujeres preguntamos: ¿dónde los hombres?; mi amigo dice que en el Telva no saben que de esos cinco millones hay que descartar un millón que están en Chueca los fines de semana, y dos en las Chuecas autonómicas. Desolador para algunas, a qué negarlo, pero, aunque soy sensible al dolor ajeno, ¿no he de disfrutar del hecho de poseer uno de esos espléndidos ejemplares en extinción para mí sola?; yo que tú lo ataría corto, me aconseja mi amigo. Tal vez no sería una tontería, pienso, hacerme con un rifle y sentarme en el porche para apuntar a la primera que se acerque. Volver a los viejos métodos. No digo matarla, sólo apuntarle a las piernas.

Pero veo que algo le pasa a mi santo: el cortacésped se ha estropeado y él intenta ponerlo en marcha sin éxito. Le da una patada de rabia y se caga en la máquina y en el que me la vendió, que es uno de aquí del pueblo que aprovecho para saludarle. Yo le grito: '¡Patadas no, ya sabes que te haces daño!' Entonces, Evelio, ese albañil con el que estamos pasando el verano, que le observa con la sonrisa que se les pone a los operarios cuando el señorito se aturde, le dice: 'Pero cómo se mete usted a estas cosas, si no es lo suyo; ande, quite, que miedo me da verle enredar en las cuchillas. Usted a pensar'. Mi santo respira hondo y le contesta con una voz extraña: 'Me joden los listos, Evelio'. Evelio da un paso atrás. Parece que mi santo le va a atacar y, en vez de tener miedo -lo propio en una mujer evolucionada-, siento dentro de mí una gran revolución hormonal (¿excitación?). Qué cerca me siento de aquellas peludas de Atapuerca en estos momentos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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