La caza
Uno de los síntomas donde se aprecia la evolución de la especie es la indiferencia -cuando no desprecio- alimenticia que se produce sobre el producto cazado por parte de su matador. Ya no se caza para la subsistencia, ni siquiera para intentar la alta cocina centroeuropea, se hace por mero deporte. La lucha entre dos instintos, o dos inteligencias, es lo único que hace pervivir el invento. Ningún cazador mataría un venado sujeto a un poste por una cuerda, ya que en tales condiciones no existe la lucha y, además, no lo necesita para comer. Sobre éste y otros extremos se pronuncia Andrés Tatay, cazador desde que le alcanza la memoria y, desde hace un tiempo inferior, trabajador en el sector bancario.
Las grandes batidas cinegéticas, a la orden del día como diversión, no llevan aparejada la propiedad de la carne para los cazadores; la Organización -parece un film con 007- del ojeo, o de cualquier modalidad de caza llamemos social, no solo provee de animales y batidores a los que participan en la reunión, sino que también se hace cargo de la carne, la cual va a parar, por los caminos del comercio, a los almacenistas. De estos se distribuye, en parte fundamental a los restaurantes, y en mucha menor proporción a los establecimientos que la expenden al menor. Por estas causas es difícil, de no vivir en una gran ciudad, encontrar caza en las tiendas.
Tampoco el público está habituado a su consumo; en el medio rural se mantienen a duras penas las tradiciones, se cocinan perdices escabechándolas para utilizar en cualquier tiempo, o se realizan como fiesta los gazpachos de liebre o conejo de monte; pero la comodidad prevalece y el pollo y el conejo de granja son consumidos por la mayoría aun en aquellos lugares en que el animal silvestre es accesible. La falta de costumbre -y lo arduo de pelar o desplumar las piezas- retraen al consumidor, que no ve compensadas las energías que gasta con los sabores que recibe. La cocina de caza es morosa, propia de otros tiempos, tanto en el sentido histórico como en el de la duración, y la propia dureza de lo cazado, con los músculos acostumbrados al ejercicio y por tanto vigorosos, requiere preparaciones que distan mucho del horno microondas. Los animales de un tamaño superior, gamo, corzo, jabalí, solo pueden ser degustados después de macerarse con distintos componentes, y la previsión de días para realizar el guisado no entra en nuestra cultura de la velocidad.
Sobre el tema de la dureza de las carnes se ha debatido largo y tendido en el transcurso de la historia culinaria. Los animales cazados, si lo han sido después de persecución -como es habitual- están más blandos de carnes, pero hace falta dejarlos reposar para que evaporen en la medida de lo posible el exceso de ácido láctico que ha quedado depositado en sus músculos. Esta costumbre, fruto de la experiencia, se ha aplicado en otros tiempos con un rigor que ha provocado incontables ataques de gota por el exceso de ácido úrico trasegado. Era costumbre aún en el caso de las pequeñas aves, que no requieren de tal descanso, colgarlas hasta la putrefacción -hasta que las gotas verdes de la descomposición, las entrañas licuadas, caigan desde el pico, con el ave sostenida por las patas- y después comerlas bien sazonadas de hierbas y especias, de tal forma que el gusto de las unas no se llevase por delante el carácter de las otras. Dicho criterio está en desuso, ya que la ciencia médica ha llevado una cierta cordura a las costumbres, pero aún existe quien se embelesa ante una despensa donde se puede entrar, pero de donde únicamente se sale cuando las asistencias le aplican oxígeno al anticuado glotón.
Pese a todas las dificultades hay restaurantes que persisten. Los civets -guisados en los que la sangre del cocinado presta su color, sabor y untuosidad- los grandes asados, las salsas al chocolate, los cientos de cebollas ajos y chalotas que se utilizan en la liebre a la royale no se pierden con facilidad, pero hay que buscar con denuedo para encontrarlos.Y muchas veces para quedarnos con el sentimiento frustrado ante los resultados. Desafiaríamos al rey de Francia Luis XVIII, a que haciendo gala de las cualidades que le hicieron famoso, nos dijese hoy, solo con oler un estofado, en qué zona se había criado la pieza que se cocina -hasta tal punto influyen las hierbas que comen en el sabor de las carnes-. Nos tememos que, después de olfatear una perdiz de tiro, extraída de la granja y sacada al monte dos horas antes del ojeo, solo podría decir, así tuviese pituitaria de oro, dónde estaba situado el almacén de piensos compuestos con la que fue alimentada hasta ayer.
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