UNA LÁGRIMA CAYÓ EN LA ARENA
Conduce tú'. Qué frase más fea para que la diga un santo. 'Si eres tan lista, conduce tú, yo te hago la matrícula, te llevo a la autoescuela Centro, allí te tratarán bien porque yo soy antiguo alumno. Me tienen en el corcho en una foto. Algún día tú puedes estar en ese corcho. Te ayudaré con el teórico, que ahí es donde tú vas a tener más dificultad, pero creo que tengo derecho a conducir yo solo, no hace falta que me des más instrucciones en las rotondas, ni cuando nos incorporamos a la autovía. Puedo hacerlo solo. No hace falta que me defiendas si alguien me pita. No hace falta que salgas del coche en un semáforo a pelearte por mí. Te comportas como un boxer'. Me bajé del coche y una lágrima cayó en la arena de una de las miles de zanjas de Manzano. Me dieron ganas de suicidarme dejándome caer en ella, pero dije, qué coño, ¿acabas de llegar a Madrid y piensas en suicidios? Tiempo tendrás de cortarte las venas (en el campo, con el filo de la tarjeta de crédito). Me despedí de mi santo diciendo: 'Voy a cambiar'. Dicho esto, volví a las andadas, o sea, a la Castellana de mi alma, desde donde, rodeada de unos obreros fantásticos que Manzano ha puesto para subirnos la moral a las señoras, llamé a Bicoca. Bicoca, he vuelto. Y Bicoca me dijo, yo también. Decirnos eso y citarnos y sentir que la amistad es algo grande. En cinco minutos Bicoca estaba en Serrano, donde otros obreros la cubrieron de polvo. Se me representó como la Virgen de Lourdes, viniendo a rescatarme de tanta ruralidad. Me contó la del Fresno que acababa de volver de Menorca, donde había estado jugando al golf con Ana, y que un socio de ese green le había dicho que de cara a la visita de Ana habían hecho los hoyos más grandes, tipo cráter, lo cual a ella le parecía superdetallazo, ¿me has visto en el Lecturas?; no, dije, no he ido a la peluquería este mes. Se nota, me dijo, te hace falta el tinte, recuerda lo que te dije: el hecho de que te retires al campo no quiere decir que te abandones.
Como para devolverme al camino de la santidad, Bicoca me guió por esas tiendas de Dios. Primero entramos en una papelería sueca para comprarle un cuaderno a mi santo, que le gustan de dos rayas para escribir un diario en el que a menudo salgo yo, y regular (lo leo). Bicoca me dio la charla: deja de pensar en él, cómprate tú algo, no te sientas culpable, no le debes nada. Mientras me hacía ese certero análisis psicológico, entramos en Elena Benarroch y un poco como terapia de choque me compré un abrigo. Bicoca dice que los abrigos o se compran en agosto o no se compran. Lo dejé allí porque volver a casa cargada con un abrigo podía parecer frívolo, y yo soy de todo menos frívola. No diré lo que costó el abrigo, pero cuando lo pensaba suspiraba: 'Ay, Bicoca, qué mala conciencia tengo'. Ella me dijo: '¡Boba!', me metió en Adolfo Domínguez, y allí le compré a mi santo un polo de 3.000 pesetas, y adiós culpabilidad. Me despedí de Bicoca dándole las gracias por tanto bien que me hace. Cuando llegué a casa le di el polo a mi santo: 'Y tu diario a dos rayas, como a ti te gustan'. 'Qué buena eres, y yo, qué bruto', dijo. Y yo me sentía la víctima y, encima, generosa. Qué gran actuación para que la viera un director de cine español.
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