DISOLUCIÓN EN LA LAGUNA DE LA PLAYA
En el cretácico, los Pirineos eran un enorme fondo marino. Tras un movimiento alpino nació el río
Tú no te ves'.
El geógrafo Pellicer le había dicho al viajero estas palabras al final de una conversación maravillosa sobre aquel tiempo, ¡ah, los viejos tiempos!, del cretácico en que todos los Pirineos eran un enorme fondo marino. Tiempos recios que culminaron hace 25 millones de años cuando un movimiento alpino hundió el macizo de lo que aún no era Ebro y levantó los Pirineos, al norte, y la cordillera Ibérica, al sur, dando origen al gran lago eoceno que en otra cabezada geológica rompería la cordillera costera catalana y propiciaría el nacimiento del río.
Había sido una conversación sobre piedras y agua, completamente minimalista, sin apenas adjetivos, y el viajero cada vez se sentía mejor entre aquella acción estricta de verbos musculados y sustantivos completos. Entonces no lo sabía, porque leyó el artículo de Camba unas semanas más tarde, pero ese tipo de conversaciones eran propias de hombres viejos. El artículo del gran Julio Camba describía las investigaciones de un tal Boder, que 'después de analizar minuciosamente millares y millares de papeluchos', había llegado a la conclusión de que los escritores, con la edad, perdían adjetivos como se pierde el pelo. Entre los ejemplos, destacaba el de Emerson, que 'usaba en su juventud 59 adjetivos por cada 100 verbos y, en la vejez, no usaba más que 37'.
Ni el geógrafo ni el viajero estaban en los 37, pero qué duda cabe que se habían dejado influir por la edad y el esencialismo de su asunto, y que el geógrafo, con la sobriedad poética desarmante de las primeras cuatro palabras de esta crónica, había aconsejado a su interlocutor que viajara hasta la laguna de la Playa, en un punto de la carretera entre los pueblos de Bujaraloz y Sástago, en plenos Monegros zaragozanos. El viaje tenía el interés geológico de inspeccionar las huellas de ese mar interior, y el más simbólico de comprender que la naturaleza profunda del río tal vez no podría comprenderse sin alusiones a su pasado marítimo, el mismo que a Braudel le había hecho proclamar al Ebro como el río mediterráneo por excelencia.
Pero al viajero, dado su origen y los rasgos de su carácter y de su escritura, le interesó sobre todo el plan de aniquilamiento de la identidad que las palabras del geógrafo prometían. Era consciente de que pecaba de egolatría -hasta el punto que del pecar le encantaba sobre todo el recital del arrepentimiento, el yo pecador-, aunque sus más íntimos sabían que en realidad se había hecho ególatra por no hacerse nacionalista: sólo un yo fuertemente desarrollado podía combatir eficazmente el desquiciamiento del nosotros. Sin embargo, ansiaba llegar a un lugar donde fuera posible deshacerse de su vanidad profiláctica sin quedar inerme ante las hordas de los mayestáticos. Al parecer, ese lugar existía y estaba a su alcance.
El geógrafo Pellicer había añadido algunos detalles sustantivos a la experiencia que le esperaba. La laguna de la Playa, la más cercana a Bujaraloz y la más accesible y de mayor tamaño, era una del centenar largo de lagunas de la zona. 'Saladas' las llamaban. Ese nombre era más adecuado, porque a excepción de unos pocos momentos al año, allí no había agua. Sólo sal. El geógrafo pronunció también la palabra 'endorreicas' para decir, como puede adivinarse, que no tenían desagüe. El rastro de vida vegetal era muy escaso. Algún tipo de vida elaborada se ocultaba debajo de las placas de sal de la laguna: era una vida singularísima, inédita, y la pena es que no podía observarse a simple vista.
Los últimos detalles del geógrafo Pellicer insistieron serenamente en la calidad de la experiencia que aguardaba al viajero: la amplitud, el cielo, las piedras, una luz con muy poca humedad y el silencio. Dijo algo también sobre las sombras. Como si la máxima vegetación fueran las sombras. Pero es probable que eso fueran palabras del viajero escritas en la promiscuidad inevitable del cuaderno de ruta. Llevaba algunos días en el camino e, inevitablemente, empezaban a pesarle las metáforas con que lo obsequiaban. Es costumbre, generosa, y ejemplo de hospitalidad impagable, que las personas a las que el viajero iba encontrando trataran de darle lo mejor de sí mismas, los frutos más maduros, las especias más vivaces, los panes más dulces y tiernos, el vino mejor trasegado. Así, por ejemplo, habían sido numerosas, y expresivas, las meditaciones sobre el carácter masculino del Ebro. Del padre Ebro, como lo llamaban desde antiguo. 'Arga, Ega y Aragón hacen al Ebro varón', iba sabiéndolo el viajero. Ese carácter de agua que penetra en la gran vagina se oponía en la imaginería metafórica a los ríos femeninos, la Huerva o la Huecha, por ejemplo. 'Todos los ríos que han sido utilizados como acequia llevan nombre femenino', zanjó alguien una noche. La seca definición escolar 'corriente continua de agua' empalidecía ante el afán fecundador: el río frontera o el río aglutinante o ambos a un tiempo; ante el río pactista: 'Un río te obliga siempre a hablar con tu vecino', se aseguró en una reunión de seis; o ante el río oscuro: el río de la conspiración, la violación o el picotazo, adonde el mal va a protegerse de la luz.
Así, el encuentro con el geógrafo Pellicer supuso también un descanso. Arroz hervido y una blanca cola de pescado. Se despidieron. El viajero tomó la autopista y la abandonó a la altura de Bujaraloz, cerca del mediodía. Luego la carretera hacia Caspe. A un par o tres de kilómetros enfiló el desvío hacía Sástago, con baches y rotos, pero sin problemas de trazado. Cuando estuvo a la altura de la laguna de la Playa, bajó del coche, lo cerró y anduvo hacia ella.
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