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Columna
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Lagun

Recuerdo que cuando atentaron contra José Ramón Recalde y subí al hospital a visitarlo, me encontré con una familia preocupada y dolorida, pero entera. Estaba tan entera que era capaz de evitar las sensiblerías propias del momento y situar el atentado contra José Ramón en el contexto estricto en el que se había producido: en el de la lucha por la libertad. Hablé con María Teresa, como no podía ser de otra forma, y además de comentar los pormenores del intento criminal, no eludimos hablar de otro tema que se le vinculaba estrechamente, la librería Lagun. No sé si a algún lector le sorprenderá que en situación tan dramática se hable de una librería en lugar de dejar caer el silencio y contrapuntearlo con expresiones exculpatorias del supuesto delito de la víctima: lo buena persona que era, lo mucho que amaba a su país, su vasquismo acendrado, ¿por qué a él?, etcétera. No, allí se sabía perfectamente por qué habían atentado contra él, pues se conocía perfectamente quién es 'él', no José Ramón Recalde, sino ese él más genérico, ese él sobrante para algunos, y que incluye a José Ramón y a tantos otros. En ese 'él' entra también la librería Lagun.

Si continúo con el recuerdo, las perspectivas que en aquellos momentos se barajaban para la librería eran desalentadoras. Se optaba por el cierre inmediato, y se posponía toda decisión sobre su continuidad a un momento más tranquilo o más propicio. No había engaño en ese criterio dilatorio, y 'más adelante' casi quería decir 'nunca más'. Sólo la voluntad aleteaba sobre una realidad que parecía concluyente. Abrirla implicaba un riesgo mortal para quienes hubieran de ocuparse de ella, y las medidas precautorias, defensivas, que habría que adoptar disuadirían a la clientela, que quedaría reducida a un núcleo heroico. Eso decían los hechos, pero insisto en que la voluntad se resistía a ellos, y una de las voluntades más resistentes era la de María Teresa Castells, musa nostra. Cerrar Lagun significaba aceptar una derrota, así de claro. Lagun no cerraba por quiebra del negocio, sino porque los enemigos de la libertad y de la cultura, así lo habían decidido. El cierre de Lagun constituía una victoria más para quienes han hecho de la política -sangrienta, pero política-, una apisonadora que barre todos los campos en beneficio propio hasta hacerse con el país. Los obstáculos se eliminan, y se acabó. En este caso había que laminar la cultura, y fue lo que estuvo a punto de conseguirse.

No sé si nuestras instituciones fueron conscientes del alcance liberticida del cierre de Lagun. Si fueron conscientes de que se atentaba contra algunos de los valores en los que ellas se sustentan y que están obligadas a proteger. Tampoco sé cómo hubieran tenido que actuar si hubieran sido conscientes de ello. La simple protección policial es evidente que no hubiera resuelto el problema. Por otra parte, soy siempre más partidario de la implicación ciudadana en la resolución de los problemas por lo que tiene de indicio positivo de un estado de ánimo social. Sé que los ciudadanos no deben suplantar a las instituciones en aquellas tareas que a éstas les han sido encomendadas, porque eso supone algo así como invalidarlas o señalar su ineficacia. Éste es un dilema que surge con demasiada frecuencia en nuestro país como para que las instituciones no hayan de plantearse sus causas. Y me pregunto qué hubiera ocurrido con Lagun si la iniciativa privada, un grupo de gente valerosa, no se hubiera empeñado en sacarla adelante. Cierto que Lagun era y es un negocio privado, pero sus dificultades no derivaban de su competencia, sino del acoso ejercido por un sector político militarizado contra el libre ejercicio de la misma. ¿Cómo deben actuar nuestras instituciones en ese caso? ¿Hay que esperar al desastre para indemnizar el cierre?

Sea como sea, la iniciativa ciudadana ha conseguido que Lagun se reabra. El hecho es indicativo de la existencia en nuestra sociedad de un sector que no está dispuesto a comulgar con ruedas de molino ni a permitir que le despojen de un enclave fundamental en sus vidas, pues una librería no es cualquier librería. Y quienes atentaron contra Lagun lo saben. No es necesario recurrir a imágenes nazis para comprender la gravedad de los atentados contra Lagun. En nuestra vorágine etnista, que hace de la cultura -vasca- el centro prioritario de su regeneración victimista, quizá convenga recordar que la Cultura como valor supraindividual y absoluto no puede sino atentar contra lo que la cultura de verdad es: un ámbito de vida, personal y comunicable. Ése es el valor de Lagun.

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