El templo de la pelota
El Trinquete Pelayo es el Old Trafford de la pelota valenciana. Es el máximo templo donde se oficia este deporte jugado como mínimo desde el siglo XIV entre los valencianos y que va unido a un particular modo de entender la vida. Todo lo importante que ha ocurrido en la pelota ha tenido lugar debajo de la uralita traslúcida de este rectángulo partido por una cuerda y una red. Aquí, ante tribunales muy supremos de aficionados, se han consagrado varios semidioses con las manos forradas de esparadrapo y se han destruido falsos mitos. Este trinquete es implacable y muy temido por los jugadores. De su atmósfera bruñida se han extraído varias leyendas con el nombre de El Xiquet de Quart, Juliet, Rovellet o El Genovés, cuyas devociones endulzan o agrían las cazallas en los casinos.
Fue inaugurado el 20 de agosto de 1868 cuando todavía no existía la calle que le da nombre, y desde entonces la propiedad y la gestión han pasado por diversas manos, hasta llegar en 1980 a su actual director, Arturo Tuzón, que es quien lo mantiene en pie contra los tiempos que corren. Aunque el trinquete ha quedado como patio de luces protegido de la especulación, el fútbol y la televisión han reducido su potencial casi a la mínima expresión. La entrada y las apuestas, de las que la casa se queda el 15%, son el único nutriente de este deporte que apenas cuenta en el mercado de la publicidad.
Éste era un espectáculo agrícola y rural, en definición de Tuzón, que permitía a los labradores asistir a la partida de la tarde, pero ahora el entorno se ha vuelto muy metropolitano y apenas deja tardes libres. 'Encima, la mujer manda más y el hombre ya no le puede decir que se va al trinquete, porque tiene que quedarse con los hijos o acompañarla a El Corte Inglés', diagnostica. En consecuencia, la pelota ha perdido aficionados, pero quizá ha ganado en pureza. Hoy ha dejado de ser un entretenimiento deportivo para ser casi una religión selecta y minoritaria.
La liturgia que se representa sobre las losas consiste en enfrentar a jugadores rojos contra azules, en la variedad de escala i corda, y estimular las apuestas. Aquí es donde aparecen los corredores de apuestas, que reciben el nombre de marxaor, y cuya misión es casar las cantidades agitadas en ambos bandos, que oscilan entre las mil pesetas y el millón, porque la casa no participa en ese pulso económico. En las sillas del palco de abonados, conocida como El Panteón, algunos millonarios machuchos de Catarroja han puesto al rojo vivo muchas partidas, junto a clientes de toda la vida que sólo se juegan mil duros entre tres, acaso para inspirar el nombre de monumento funerario que recibe el sector. Prueba del carácter místico alcanzado por la pelota es que aquí mismo se sentó durante muchos años un ciego que oía las partidas y discutía sobre si había sido falta o no siempre con razón.
Hoy los mejores postores ya no se concentran en el palco, por eso hay otros marxaors repartidos por el trinquete. Ya casi nadie apuesta un millón por partida, como hace unos veinte años, y con unos cuarenta mil duros uno queda investido con el rango de gran postor. Tampoco se sienta ya nadie bajo la cuerda porque los seguros de responsabilidad civil no cubren ese riesgo. Aun así, los jueves y sábados el Trinquete de Pelayo, el más ancho entre sus semejantes, crepita como una caldera, mientras los rebotes envenenados de su desnivel junto a la muralla siguen alimentando la leyenda.
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