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Toledo optimista

Alejandro Toledo ha prometido quizá demasiado (por ejemplo, acabar con la pobreza) pero los peruanos no tenemos expectativas demasiado altas, sobre todo después de Fujimori y Montesinos, y queremos compartir al menos el optimismo refrescante que este economista y funcionario internacional, convertido en político empeñoso y concertante, trae a un país desmoralizado. Desde Machu Picchu ejercitó las promesas, pero al descender la montaña tendrá que cumplirlas.

Quizá con Toledo podría concluir la larga y cruel destrucción propagada por Sendero Luminoso, que sin duda es el mejor o el peor ejemplo de cuánto puede contra un país el terrorismo. La política convertida en una forma del crimen liquidó, en primer lugar, a la política misma, que fue reemplazada por la militarización. Sendero terminó con el régimen de partidos políticos, con el espacio democrático que habían ganado las izquierdas, con los mejores dirigentes populares, asesinados. Pero también con prácticas y consensos ciudadanos, y procesos de consolidación comunitaria. Generó, en cambio, el abandono del campo y más pobreza. Y el ingreso de la droga en la política, que convirtió a militares y terroristas en clientes del tráfico. Por todo ello, con Sendero se gesta una larga desmoralización, que acepta la violencia y la represión, incluso el racismo, como inevitables. En ese clima se consolida Fujimori y prospera Montesinos.

Cuando los rebeldes del grupo Túpac Amaru tomaron la embajada japonesa en Lima, su matanza fue aplaudida por la mayoría del pueblo peruano. La fotografía de Fujimori caminando entre cadáveres es un emblema de esos tiempos infames. Quizá México no llegó a liquidar militarmente a los zapatistas porque, finalmente, es una nación. Tal vez el Perú liquidó sin alarma a sus rebeldes porque había dejado de serlo. Otros lectores del exceso de muerte en el Perú, de su costo político y simbólico, me han dicho que esos muchachos eran suicidas. Peor aún, digo yo, si la vida se define por quien muere en un derroche mayor. Carlos Franco, con quien comparto estas lecturas de intrahistoria, me dice que una explicación que haga inevitable la matanza, deja de serlo. De otro modo, todas las salidas estarían cerradas. Con la violencia, el país se volvió ilegible. Y no es casual que la antropología fuese reemplazada por el psicoanálisis como disciplina de lectura dominante.

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Tampoco hay que olvidar que Fujimori ganó legítimamente las primeras elecciones, y que sus tendencias autoritarias no sólo se deben a la guerra y la corrupción. Se deben también al modelo económico radical que aplicó con éxito. Dudo que algún país democrático, y mucho menos Estados Unidos, se haya alarmado por su juego sucio a la luz de la economía neoliberal que tuvo en él su mejor heraldo, capaz de relevar la vergüenza de que Pinochet fuese el solo exitoso del modelo. Pero los modelos no son sino instrumentos, salvo para quienes los convierten en verdad única y, por tanto, en arma autorizada contra los más pobres. A esta hora de balances, se hace también más claro el trabajo positivo de la OEA por legitimar un proceso de transición, que el gobierno de Paniagua condujo con eficacia.

Toledo ha dado la primera lección de su gobierno al reunir en su gabinete a gente de distintos partidos, incluso algunos no ajenos al primer fujimorismo; también ha dado la clave de su visión: la economía será el eje de la política, pero no ya un modelo único sino una estrategia internacional, de sumas y negociaciones. Es inevitable que el peso de la cuestión social, la pobreza y el desempleo, lo muevan hacia el centro, y lo perfilen como un gerente de la política, sin partido orgánico pero con una serie de redes a su favor. Una de ellas está hecha por su experiencia norteamericana. El periodista del New York Times Henry Raymont recuerda que entre 1991 y 1993 coincidió con Toledo en la Kennedy School of Government, en la Universidad de Harvard, donde el peruano era notorio 'por su tenacidad y fulgor intelectual'. Raymond Vernon, precursor de estudios globales y asesor de la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, había vaticinado: 'Ese joven llegará lejos'. Henry creyó que se refería a un puesto en el Fondo Monetario Internacional.

Toledo fue en Harvard investigador del Instituto para el Desarrollo Internacional, donde su especialidad eran las corrientes monetarias y los flujos comerciales. En esos años coincidieron allí una serie de figuras latinoamericanas que serían ministros de sus países y dos de ellos, el costarricense José María Figueres y el colombiano Andrés Pastrana, presidentes de los suyos. Algunos eran periodistas becados por la fundación Newman, donde también estuvo el periodista y 'senderólogo' Gustavo Gorriti, ahora en el equipo de Toledo. Andrés Pastrana estuvo con algunos de sus colaboradores destacados, y al parecer en ese grupo surgió la idea de que César Gaviria debería competir por la secretaría de la OEA. No es de extrañar que en esos diálogos Alejandro Toledo haya imaginado volver a su país.

Pude haberme cruzado con Toledo en el puerto de Chimbote, en la calle donde él de niño lustró zapatos y yo repartí el folletín de El derecho de nacer. O en el Colegio San Pedro, donde hicimos la secundaria. También pude haber coincidido con él en Harvard, donde fui profesor visitante. Una de las ventajas de Toledo es que uno cree reconocerlo. Ahora se dice que es el primer presidente de 'origen indígena' como si todos, de un modo u otro, no lo hubiesen sido (salvo Fujimori, escandalosamente) en el Perú de mestizaje absoluto, o sea de orígenes tramados como futuro. No es casual que en este país donde un novelista quiso ser presidente, un personaje de novela lo sea ahora. Su lema es convocar a un país de 'todas las sangres', emblema utopista formulado por José María Arguedas. No menos novelesca es su historia norteamericana, a donde llegó muchacho, becado gracias a sus amigos del Cuerpo de Paz, y donde se doctoró en economía. Toledo podría ser el producto de la mayor modernidad peruana, la que produjo a Chimbote como primer puerto pesquero del mundo y destruyó, de paso, su ecología y su habitat; su familia debe haber llegado al puerto con las olas migratorias que convirtieron a una caleta de cinco mil personas en un boom town de cien mil, proceso que Arguedas trató de representar en su novela póstuma. Pero Toledo también podría ser el mejor ejemplo de un hispano migrante en los Estados Unidos, que con éxito y hasta brillantez hace suyo el sistema donde se realiza. En su lado chimbotano reconozco que está libre del dictamen genealógico que en Lima sanciona el futuro por el pasado: gracias a ello, su pasado no es traumático. Y en su lado 'latino' creo reconocer el desenfado con que hace suyo el programa mayor norteamericano, el de la educación como derecho. Esas sumas están al borde del estereotipo, es decir, pertenecen a la novela.

Nos decía García Márquez el otro día que habíamos visto en América Latina toda clase de dictadores pero ninguno como Fujimori, que le mintió a todo el mundo con éxito. Quiere escribir, por eso, una novela sobre un muchacho japonés que decide hacerse rico corrompiendo a los demás, y elige para ello el Perú. Logrado su propósito, regresa al Japón. Donde escribe, además, sus memorias, añado yo. Pero tal vez García Márquez podría esperar por Toledo, que salió de la pobreza y triunfó en la metrópoli. Viste trajes de Armani, según ha contado, y usa anglicismos como 'entretengo la idea' o como la palabra 'Yo' al comienzo de toda oración. Pero elige, en una inspiración decisiva sobre todo para los peruanos, volver al Perú. Su optimismo es la perfección de nuestro pesimismo.

Se merece no sólo el beneficio de la duda; también el de esperanza.

Julio Ortega es profesor en la Universidad de Brown, Providence, Estados Unidos.

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