Extinción en Tabarca
En Tabarca no hay ninguna sombra, a no ser que uno se la traiga de casa y se la administre a conveniencia. Aquí mandan la insolación y el salitre, y a menudo aplican todo su talento para que los pensionistas extranjeros que no tengan el cardiograma en regla caigan en la trampa de tomar una jarra de sangría muy fría y palmen de la impresión. Lejos de constituir una evidencia disuasoria para este tipo de viajeros, el imperio de estos extremos se revela como una seducción casi mística. Se trata de un atractivo turístico tácito cuyo esplendor es la extinción del organismo mediante la aceleración de los sentidos.
Algunos jubilados sofisticados aspiran a morir en esta isla frente a una mesa con platos de calamar de potera a la plancha, gamba rayada y un caldero de arroz con una gallina recién pescada, pero no todos lo consiguen. Ese privilegio tan fino (que está por encima de las agonías en Venecia según la receta decadente de Thomas Mann pasada por el colador chino de Visconti) sólo está al alcance de unos pocos. Apenas una selecta nómina de estos ancianos con la mirada llena de herrumbre de los hangares de Manchester está llamada a que el forense encuentre bigotes de gamba rayada entre sus dedos y lo haga constar en el parte de defunción.
Debajo del toldo de un restaurante para guiris en hora punta, mientras se espera una eternidad a que el camarero tome nota, da por pensar cosas como éstas, si bien es cierto que la percepción suele cambiar tras la comida. De cualquier modo, sobre el suelo de Tabarca planea sin interrupción un sentimiento trágico. Quizá porque la isla fue una plataforma operativa de piratas berberiscos desde la que proyectaban sus incursiones sangrientas a los pueblos de la costa. Así, hasta que en 1770 La Isla Plana o de San Pablo, que es como se llamaba, fue repoblada por 79 familias genovesas redimidas del cautiverio en la población tunecina de Tabarka por Carlos III. Desde entonces la isla recibió el nombre de Nueva Tabarca, aunque los años la han dejado en Tabarca a secas. Y sus habitantes la llaman sólo La Isla.
Sobre la isla se edificó una ciudad concebida para la defensa, rodeada por un cinturón de roca con tres portalones con nombre de arcángel, y los genoveses se dedicaron a la almadraba y a multiplicarse. Pero esta calidad de vida que alcanzaron siempre fue contrarrestada por los deficientes servicios que obtuvieron a cambio, circunstancia que ha terminado por aliar al olvido de las administraciones con la insolación y el salitre para degradar el entorno. En el chorro de aire caliente que cepilla la isla flota en partículas esa sensación de liquidación de existencias, que ya ha tomado carta de naturaleza en el rostro de muchos indígenas y que sólo es considerada como un valor añadido por el excursionismo más disoluto.
Hoy, mientras algunos promotores ansían zamparse la isla entera para llenarla de adosados, la iglesia, que es el símbolo arquitectónico de Tabarca, se cae a trozos. En el interior de esa extraordinaria joroba neoclásica, que forma parte indisoluble del perfil de la isla, las palomas han revestido su suelo sagrado con un frondoso manto de excrementos en el que los más optimistas creen que abona la esperanza.
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