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A LA MANERA de Arturo P.-Reverte
Columna
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FARSANTES

Cuando llega el verano se produce en España una asfixiante mutación que transforma lugares más o menos hermosos en sucursales del infierno. La costa, sin ir más lejos.

De repente, los mal llamados puertos deportivos, juguetes de especuladores y fulanos del diseño y del hormigón en sus múltiples modalidades, se convierten en parques temáticos de la horterada. No hay bucaneros a la vista, ni piratas de pata de palo, ni parches sobre ojos que han visto demasiado, sólo aprendices de navegación a distancia disfrazados de tripulación de la señorita Pepis. Lucen sus náuticos como si fueran tatuajes y, a falta de abordajes dignos de novela de Robert L. Stevenson, presumen de pelo en los tobillos, reloj de oro y tarjetas de crédito.

Su encanto no se mide por las veces que han cruzado el cabo de Hornos, sino por el tamaño de la parabólica de su aseado yate. Cuidado: juegan a ver quién la tiene más grande y, a la que te despistas, te restriegan sus rayos UVA por las narices con sonrisa prepotente de mingafría dominguero.

Hace tiempo que el verano se ha convertido en una página de catálogo de agencia de viajes. Ni siquiera en alta mar, donde en teoría rige la ley del silencio y de la libertad, puede uno librarse de semejante plaga de merluzos. Cada dos por tres, aparecen ruidosas avionetas arrastrando anuncios que, como no lean los náufragos, no sé yo para qué coño servirán.

Y, de vez en cuando, te tropiezas con uno de esos yates cargados de principiantes bolingas que te preguntan por el camino de regreso como quien, en pleno centro de Madrid, va buscando el Retiro, no te jode. Son lobos de mar de piscifactoría sin más brújula que un arsenal de cremas solares y mucha tontería en la bodega. Paletos acuáticos, practicantes del quiero y no puedo puntocom que no le darían una estocada ni a un pez espada disecado.

Allí están, friéndose en cubierta para estar presentables esta noche, cuando, entre humeantes efectos especiales, meneen sus anabolizados esqueletos en cualquier pista de discoteca, con un brujo de la contaminación acústica oficiando la ceremonia con varios piercing como galones.

Allí están, convertidos en anuncios ambulantes de ropa deportiva, tópicos de un tópico que otros idearon para que pudieran imitarlo. Ojalá el cocodrilo que llevan en el pecho como la más valiosa de las medallas, la única que son capaces de ganar, les pegara un bocado. O dos.

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