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Columna
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Mr. Hyde

Toda la casa está llena de sombras. Son manchas raras, una extensión de los objetos que no responde a ninguna ley natural. La luz no tiene nada que ver con este reino de sombras domésticas, que convierten el suelo en un barrizal imaginario y cubren los muebles con lenguas de oscuridad. Las sillas se deshacen bajo sus patas en un charco improbable, los vasos deslizan sus perfiles descompuestos en el cristal de la mesa y los cuadros forman en la pared una tela de araña movediza, en la que mi sombra no quiere caer. Porque a mis pies, conmovida por el espectáculo, tiembla también mi sombra, que se agarra a los zapatos como un náufrago al leño de su salvación. Las sombras son lobos para las sombras, se conocen por dentro, pueden adivinar la condición de sus malas compañías. Mejor que yo, mi sombra sabe lo que pretenden estas sombras extrañas de la casa.

Huyo, cierro la puerta del despacho, abro el ordenador y me dedico a elegir palabras. La escritura se parece a la buganvilla que sube por la tapia y extiende sus tallos en busca de la luz. Subo como una enredadera por las tapias de mi silencio, escribo, elijo palabras, me voy desdoblando. Cuando surge un obstáculo o las tijeras de podar le cortan la cabeza a una rama, la buganvilla tantea, persigue otro camino, encuentra el modo de escaparse por sus propias costuras. Los tallos nuevos saltan, y caen con buen pie sobre la tapia, olvidándose pronto de las viejas direcciones. Pero la escritura guarda en su jardín un cuaderno con palabras muertas, que condenan a las víctimas a ser personajes gravemente desdoblados. Las sombras del verbo suprimido, del adverbio rechazado, del adjetivo que se conduce después de muchas vueltas y revueltas al sacrificio, pesan en la sonrisa final de las frases, recordándonos que toda literatura es un país de historia sombría, humillado por una ley de punto final. Me desdoblo cada vez que dudo entre dos palabras y no puedo tirar por la calle de en medio. Si cambio un sustantivo por otro, mi costado izquierdo se conmueve, noto un leve crujido y surge junto a mí un antiguo compañero de trabajo, con mi misma cara, sombra de mi sombra, que me mira con envidia porque acaba de quedarse sin ordenador. Si borro un adjetivo, brota de mi costado derecho una sombra melancólica, dispuesta a sacrificarse por la felicidad de los demás. Y si me atrevo a prescindir de un adverbio, mi espalda acusa rápidamente las sombras íntimas del tiempo y del espacio, calculadoras, orgullosas, acostumbradas a vigilar por encima del hombro. Como la escritura es una serpiente que no está interesada en inmovilizar de todo a sus víctimas, las alucinaciones del veneno evitan las sombras delanteras. Así nada interrumpe la tentación hipnótica de la pantalla. Para mantenerse en la silla, basta con equilibrar las decisiones y distribuir el peso de las sombras.

Alguien llama a la puerta en el momento más inoportuno, cuando he conseguido olvidarme de las sombras de la casa a costa de mis propias sombras. No puedo contestar; debo volver a mi ser. Respiro profundamente para sufrir la conmoción de las siluetas que regresan a sus guaridas. Me cierro sobre sí mismo como un acordeón que entra en su estuche. Espero. Busco mi voz. ¿Quién es?

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