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Elogio del político hipotenso

En una carta publicada hace mucho, el pintor impresionista francés Camille Pissarro le recomendaba a su hijo Lucien, que también se dedicó a idéntica profesión, un consejo para no olvidar jamás: en cualquier momento, ante el paisaje, debía hacer 'el uso apropiado de la gama deslumbrante de los grises'. La frase encierra una profunda sabiduría, que vale como actitud ante la vida y como punto de partida para el examen de las cuestiones más diversas. Hoy, al comienzo del tercer milenio, descubrimos incluso que resulta de aplicación evidente en un campo tan aparentemente distante como el de la política.

La lectura de la autobiografía de John Major induce a pensarlo. Se trata de un libro muy curioso, probablemente las memorias que demuestran menos presuntuosidad en la Historia de la Literatura. Activo en la política desde los 16 años y habiendo disputado su primera elección a los 21, Major llena las páginas iniciales de su libro de un océano de mediocridad. Oscuro empleado de banca que en nada destacaba, le vemos acudiendo a comité tras comité de distrito en su larga agonía por convertirse en candidato conservador. En ocasiones se da cuenta de que está narrando al lector banalidades sin cuento; se apresura a decir, entonces, que en realidad los políticos viven una realidad tan prosaica como el resto de los mortales. Pero el ápice de su humildad aparece cuando no tiene inconveniente en declarar que, carente de la suficiente sabiduría como para convertirse en asesor de ministros, decidió ser ministro él mismo para de esta manera administrar la sabiduría de los otros a base de buen sentido. Siempre fue consciente, a pesar de llegar a primer ministro, de que un día sería licenciado por los suyos. Al final de su libro levanta acta de lo grata que le ha resultado la experiencia política y se limita a constatar que para él ha concluido y que 'la vida sigue'.

Es muy probable que para muchos este género de político resulte prosaico hasta lo exasperante, pero cualquier visitante reciente de Londres ha visto, por ejemplo, el edificio de la Tate Modern hecho posible por un sistema de lotería imaginado durante el gobierno Major y, si eso le parece una muestra de paternalismo cultural, puede recordar también que durante esa misma etapa gubernamental se hicieron posibles las cartas de derechos de los ciudadanos ante la Administración que tanto han tardado en llegar a España.

Major, antiguo seguidor de Thatcher, acabó por representar una tradición del conservadurismo que enlazaba con la tradición del partido y no tenía la pretensión de haber sido reinventada en los años ochenta. Pero, lo que nos interesa no son dos programa políticos distintos, sino dos talantes. De la manera de actuar de Thatcher en la época final de su mandato nos informa ella misma en sus memorias -The Downing Street Years-, pero también Major y otros de sus ministros, Geoffrey Howe, autor de un libro significativamente titulado Conflict of loyalty.

Se ha asegurado que quien acabó con Thatcher fue su posición sobre Europa, pero esta afirmación no resulta cierta y lo prueban todos estos testimonios. Capaz de renovar su mandato, gracias a los fervores patrióticos de la guerra de las Malvinas o a la actitud errática del laborismo en la oposición, Thatcher perdió el rumbo en la fase final de su mandato. No era esa defensora a ultranza de un ideario que nos presentan sus seguidores, sino un primer ministro que, como recuerda Howe, se alejó del centro de gravedad de su propio gabinete. Con frecuencia maltrató a los ministros que suponía que no estaban de acuerdo con ella; ni siquiera les informaba de su cambiante posición. A Howe llega a describirle como 'desleal o especialmente estúpido'. Con el paso del tiempo, afirma Major, la propensión creciente de Thatcher fue a gobernar por instinto y de forma autocrática, demostrando falta de agilidad ante los acontecimientos y las personas e incapacidad de ver las distintas opciones que tenía abiertas en el inmediato futuro. Su sobrecarga ideológica le hacía ver en las dificultades que le presentaban sus colaboradores poco menos que traiciones. Ella misma cuenta en sus memorias que 'necesitaba creer' que Major sería un buen sustituto, cuando las publicó no quiso aceptar que en realidad lo hubiera sido. Los conservadores británicos pensaron, no obstante, de otro modo. Pero una parte de sus derrotas e incertidumbres en la hora actual derivan de las heridas causadas por aquella líder, que sin duda significó un cambio decisivo para su país, pero acabó por dividir y confundir a su partido sumiéndolo en una exasperada fragmentación.

Volvamos al talante de los políticos. El que caracterizó a Major carecía por completo de carisma entusiasmante. No pretendía salvar la vida -ni siquiera cambiarla- a nadie. Siempre, en cambio, huyó de los conflictos gratuitos y de la confrontación con el adversario, con sectores sociales importantes y en el seno de su partido. Procuró unir a un partido fracturado y reestablecer la vinculación con un pasado que Thatcher había destruido. Siempre consideró la suya como una política tranquila que rechazaba el populismo y buscaba el consenso; trató de hacer unas cuantas reformas pragmáticas y bien pensadas, que hicieran la vida un poco mejor a los británicos. Es cierto que Thatcher dejó una herencia a su país en determinados planteamientos básicos sobre la empresa o las nacionalizaciones. Pero no le falta la razón tampoco a Major cuando dice que si los laboristas cambiaron fue principalmente por él mismo y no por su antecesora. No resulta completamente partidista su juicio de que los laboristas de hoy tienen buenas ideas, pero de segunda mano.

Lo que importa es que Major, modelo de político hipotenso, prefigura lo que muy probablemente va a ser la política del tercer milenio. Cuando las grandes controversias ideológicas se han apagado y en una época en que los hombres públicos tienen que saber oír para aprender como esponjas de quienes verdaderamente saben se necesita un tipo de hombre público nuevo. Cuando, además, los políticos parecen, como nunca, productos desechables a corto plazo y escasamente reciclables, la humildad e incluso las manifiestas ganas de no dar la lata se deben considerar como requisitos imprescindibles para la profesión. No hace falta llegar a los excesos de autoflagelación a los que llega John Major en sus memorias, pero probablemente señala el rumbo más apropiado para el futuro.

Sería deseable también un cambio esencial en el talante de los políticos españoles. Estamos, desde luego, resabiados y poco entrenados para ello: la transición, el 'cambio' socialista y los fervores de los nacionalismos propiciaron el prototipo del profeta o del guía salvador del pueblo. Hemos tenido una rotación muy rápida de la clase política y todavía no sabemos apreciar los méritos del suave escepticismo en cuanto a las posiblidades de los programas o de la ironía como arma política contra el adversario. ¿Cómo vamos a descubrir, en estas condiciones, el mérito de quien escribiera como de sí lo hace Major?

Hoy tenemos una situación de práctico empate entre los dos principales líderes políticos en cuanto al aprecio público. Ambos tienen una parte de las características ideales de ese género de político hipotenso que es segura promesa de futuro. Pero no acaban de reunirlas todas porque no han llegado a ese estadio o porque parecen decaer de él.

Aznar tiene tras de sí un componente de fría y áurea mediocridad o el logro de la unidad de su partido y, además, transmite ese cierto sentido práctico que siempre se asocia con quien está en el poder. Todo eso podría apuntarse en el haber de un político hipotenso; podría ser Major, pero en ocasiones se empeña en parecer Thatcher. Si ya su voluntad de inventarse el pasado personal y una cierta ruptura liberal con el centrismo original ponían en peligro su adaptación al modelo que aquí se preconiza, en los últimos tiempos el lenguaje de confrontación, la tentación megalómana, el reformismo apresurado y casi nada consultado y la selección del personal por méritos distintos a la competencia le alejan aún más. ¿Corresponde eso al perfil de lo que la derecha social española desea?

Nadie puede negar a Rodríguez Zapatero eso que los críticos taurinos denominan 'ganas de agradar' y una mayor cercanía a los ciudadanos que su adversario. No está claro, en cambio, hasta qué punto ha consensuado tras de sí el control de su partido. Por otro lado, su talante como político hipotenso está tan consolidado hasta resultar en ocasiones parecer excesivo. ¿Mide correctamente los tiempos, rasgo esencial de ese nuevo talante político, o no acaba de aclararse? Woody Allen escribió un artículo en las pasadas elecciones norteamericanas en que anunció que votaría al 'soso' al Gore. Aunque éste las perdió, un soso también puede ganar las elecciones en España, pero sólo como contraposición a un adversario en franco declive. De modo que bien le vendrá al dirigente del PSOE esmerarse en el programa abierto a sectores más amplios. En definitiva, lo que le aconsejaba Pissarro a su hijo: profundizar en los infinitos matices del gris.

Javier Tusell es historiador

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