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Columna
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Tiene un mes

Como en Madrid ya están de vacaciones tanto los que se han ido como los que nos hemos quedado, Madrid está de vacaciones ella misma y ha dado comienzo el veraneo madrileño, que es delicioso y excéntrico. La gente, en general, se dedica a hacer el vago. Pero la gente se dedica a hacer el vago de una manera tan natural, tranquila y desculpabilizada que Madrid parece una estación estival de alto standing, un raro balneario cuyas prestaciones consisten en ser absolutamente libre de dormir y despertarte cuando te dé la gana, en comer o no comer, en leer o no leer, en vestirte o no vestirte, en poner discos o en estar sin música, en salir o no salir a cualquier hora y hasta en convertirte en turista de tu ciudad.

Uno de esos típicos días de las vacaciones en los que decides hacer algo, decidimos hacer planes propios de un típico día de vacaciones. Así que quedamos a las once para ir de exposiciones. Veríamos Minimalismos y la de Sicre en el Reina Sofía. Brian me contaba cómo puede pisarse la hierba en los parques de Londres mientras íbamos paseando por un paseo del Prado en el que, a la altura del Jardín Botánico, el paseante topa con una verja que le impide seguir el paso. A ambos lados, varios carriles para automóviles, sin paso de cebra. 'Buen viaje', había dicho yo antes de verme obligada a realizar a la carrera el breve pero peligroso trayecto de cruzar el paseo del Prado. Cruzamos. Y bien: primero vimos la Serie de Hoteles de Sicre, que recuerda a Hopper, un buen Hopper europeo. Un sicre: se podrá observar que él no es el primero que lo ve así, pero él lo ve muy bien. Esa capacidad de penumbra (así que de luz: la pintura, en términos clásicos) y de color, ese suspenso en el tiempo junto a una perspectiva que te mueve (dan ganas de subir por esas escaleras) o te enseña el movimiento (esas puertas sucesivas y simultáneas por las que apetece asomarse). Y los hoteles, pintar hoteles, referirse a esa libertad y a esa melancolía, a esa soledad y a la sugerencia de otra presencia que no aparece en el cuadro, o que ya estuvo (¿sobre las sábanas arrugadas de esa cama vacía?). Después recorrimos amablemente, más que entre grandes obras, el trayecto histórico por el que ha transcurrido ese movimiento minimal, desde la antecesión de Mondrian al erotismo clerical de Donna Karan, pasando por la casa blanca, sol y azul de Campo Baeza, o la foto de esa iglesia en cuyo fondo se ha abierto una cruz en el muro, contra el sol, que entra a través de ella en el espacio del templo: la única cruz en la que la luz es verdad. Disfrutamos de ese paseo místico hasta que el less is more minimalista, que en aportación del Reina Sofía correspondía a una instalación (en concreto, la del aire acondicionado), se volvió insoportable porque estábamos congelados.

Entonces fui a ver cuánto costaba el catálogo minimalista: 5.500 pelas, así que decidí llevarme los manifiestos dadá de Tristan Tzara, 695 pesetas. Estos precios me resultaron un buen indicativo para poder calcular cómo son, exactamente, las cosas de la sociedad y las del precio único. Me coloqué en la fila de la caja, justo detrás de un señor de unos 65 años, pelo blanco, buena pinta, aunque no exquisito (pantalón beis, camisa azulita, gafa metal dorado finito), veleidoso aunque no erudito, que paga un par de libritos con su tarjeta electrónica. Firma, coge la bolsa y se dirige a la salida. Apenas la cajera había tomado a Tristan Tzara entre sus manos cuando lo dejó caer sobre el mostrador y corrió, disculpándose, hacia el señor de buena pinta, a cuyo paso por la salida no paraban de pitar las alarmas, pues se llevaba debajo del brazo un tocho de 12.000 pelas; concretamente, una historia del arte pop con las cubiertas rosa (¿no es delicioso?). Vuelve el señor, con una tranquilidad tan pasmosa que podría admitirse como prueba pericial; vuelve a sacar la tarjeta y le dice a la discretísima cajera, que se limita a pasarla por la banda magnética: 'No me he dado cuenta porque llevaba mucho rato dudando si llevármelo o no y había decidido que no'. Que no lo pagaba, aunque se lo llevaba, pensé yo mientras acariciaba a Tristan Tzara, al que había atraído de nuevo hasta mí desde encima del mostrador (otro momento delicioso, ¿no?). Y añade, el señor, guardando ya la tarjeta y, con ella, el tique bien doblado: 'Señorita, se pueden cambiar los libros aquí, ¿verdad?'. A lo que la cajera, perfecta, neutra, profesional, responde: 'Con el tique, sí. Tiene un mes'. Esa frase, 'tiene un mes', tan deliciosa, me pareció digna de las 12.000 pelas del tocho de arte pop que había pagado el señor de las alarmas y digna también de un manifiesto dadá, cualquiera de los siete por los que yo acababa de pagar 695 pesetas. Un mes. De veraneo, delicioso y excéntrico, en Madrid.

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