Bosques en llamas
La Tierra no empieza en ningún sitio, pero se acaba en todas partes. Se acaba ante nuestros ojos en este momento, se ennegrece y se consume un poco en cada incendio forestal, en cada árbol quemado de la sierra de Guadarrama que vemos arder en nuestras televisiones, en cada hectárea destruida de un bosque, en cada animal muerto entre la maleza. La Tierra se acaba en el Parque de Doñana, en las calles inundadas de Santiago de Chile y de Varsovia, en cada metro de Corea que arrasan ahora mismo los huracanes, en cada lince muerto en España y en cada diablo de Tasmania muerto en Melbourne. Pero, sobre todo, la Tierra se acaba un poco dentro de cada persona ciega o desinteresada, de cada político sin escrúpulos, cualquiera de esos, de aquí y de fuera, que permiten que se envenenen los ríos, se arrasen los montes, se eliminen las zonas verdes de las ciudades para convertirlas en bloques de casas y en aparcamientos gigantes.
Aún hay quien se ríe o te mira con cierta conmiseración cuando le reprendes por comprar un coche que se mueve con gasóleo, o cuando le cuentas que, naturalmente, cada verano prefieres pasar calor en tu casa a utilizar aparatos contaminantes de aire acondicionado; o cuando le dices que pierdes un poco de tiempo cada día, con mucho gusto, en reciclar periódicos, botellas y pilas; o que no tienes ni tendrás nunca horno microondas; o que en tu cocina no hay más que productos de limpieza ecológicos; o que jamás usas ninguna clase de aerosoles porque dañan de forma irreparable el ozono. Aunque parezca increíble, ayer mismo, la dueña de una farmacia de Formentera me miró justo de esa forma, me miró con esa mueca de desprecio y de conmiseración cuando le dije que no quería un spray contra los mosquitos y que me diera otra cosa, un gel protector o quizás una lámpara ultravioleta o, aún mejor, una sencilla vela aromática; me miró con esa mueca que quiere decir: 'Estúpido señorito sabelotodo, qué sabrás tú de islas y de mosquitos, demagogo, pedante, cursi de ciudad'. Les aseguro que todo eso se veía en sus ojos, se veían esas palabras u otras parecidas asomándose a ellos como si fuesen alimañas medio ocultas en una madriguera.
Una capital como Madrid pierde algunos de sus bosques en verano y un poco de su aire y de su cielo todos los días. Lo pierde porque el hombre es el peor enemigo del hombre y porque nadie hace nada para que una preocupante cantidad de personas no piense y actúe igual que la farmacéutica de Formentera. 'Las catástrofes medioambientales no se pueden evitar', dicen con un cinismo irresistible los abogados del aniquilamiento, 'nadie puede detener un alud o parar las lluvias, o impedir que se ponga en marcha un volcán'. Pero es mentira y todos lo sabemos. Todos sabemos que la contaminación cambia el clima del planeta, hace que se extingan las especies, destruye el ecosistema. Sabemos que nuestras sociedades caminan hacia el futuro abriéndose paso ante todo, por encima de todo. Sabemos que para destruir la naturaleza no existen moratorias, que eso sólo existe cuando se trata de darle un poco más de tiempo, por ejemplo, a los usuarios de gasolina súper, como acaba de hacerse, y vender como una gran hazaña el sacar al mercado un veneno alternativo e intermedio entre la vieja súper y los combustibles sin plomo, muchísimo menos dañinos.
Pero a ellos siempre les parece demasiado pronto para tomar medidas serias contra la destrucción. Siempre les parece ineficaz o poco oportuno emprender campañas serias de concienciación ciudadana. Por eso nada cambia. Por eso llega el calor, encendemos la televisión y vemos arder, en este caso, nuestros hermosos bosques de la sierra de Guadarrama. Y después vemos las noticias sobre la clonación o sobre los descubrimientos en el mundo de las telecomunicaciones. El mundo avanza y el final empieza todos los días.
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