A PICO SE VA POR IR
En Faial, una isla perdida de 15.000 habitantes, hay un café legendario en el mundo, el Sport. En él dejan sus historias los marineros que cruzan las Azores.
Azores, lejanía. En medio del océano Atlántico, lejos de todo. De Europa y de América. Tal vez esa lejanía sea el embrujo de las Azores. El lugar es ideal para dejar atrás el mundanal ruido.
Atardeceres morosos, muy lentos, de las Azores. Ensangrentados crepúsculos magníficos. Los mejores yo los he visto sentado en la terraza de un cuarto del hostal de Santa Cruz en la isla de Faial, con la misteriosa isla de Pico enfrente. La isla de Pico es un cono volcánico que sobresale de repente del océano, no es más que una elevada y abrupta montaña posada sobre el mar. Tiene tan sólo tres pequeñas poblaciones costeras al pie del volcán: Madalena, São Roque y Lajes, donde hay un pequeño museo de ballenas. Es una isla muy rara, muy inquietante, basta con mirarla desde Faial para entenderlo, basta con contemplar furtivamente la silueta borrosa de su volcán. Pero aún resulta mucho más rara si uno -como hice yo en febrero de este año- la visita en invierno, se acerca a verla de cerca, aquello impone respeto, es como tocar en el portón del tiempo perdido.
En la isla de Faial está el café Sport, considerado por la revista Neewsweek 'uno de los 10 mejores bares del mundo', lo cual está pronto dicho y, además, no deja de ser chocante, pues ese bar está en una isla perdida en la que apenas hay 15.000 habitantes, una isla medio despoblada desde que en los años sesenta la población emigró a Estados Unidos. Que ahí está uno de los mejores bares del mundo es muy llamativo. Pero lo cierto es que lo es, el café Sport es un bar extraordinario, tal vez porque -como explica Antonio Tabucchi en Dama de Porto Pim- es un local que es algo intermedio entre una taberna y un lugar de encuentro, una agencia de información y una oficina postal: van allí los antiguos balleneros, pero también la gente de los barcos que hacen la travesía atlántica u otros recorridos más largos. En los años de la Segunda Guerra Mundial, el bar fue un nido de espías de ambos bandos, la copia real del café de la película Casablanca. Siempre ha sido un punto de encuentro importante, no hay otro en miles de millas a la redonda. Como los navegantes saben que Faial sigue siendo -50 años después de la guerra- un punto de encrucijada, un punto de apoyo obligatorio por el que todo el mundo pasa, el café Sport es el destinatario de mensajes precarios y azarosos que de otra forma no tendrían otra dirección. Del tablón de madera del bar cuelgan notas, telegramas, cartas de amor, mensajes de náufragos de la vida. A ese tablón de madera lo convertí yo en protagonista de un texto, Recuerdos inventados, mucho antes de que me decidiera a viajar a las Azores. En realidad, nunca pensé que iría a esas remotas islas. Pero lo que son las cosas. Sin haberlas pisado, me inventé -tan sólo a través de una página de un libro de Tabucchi- unos recuerdos sobre ellas, y ahora esos recuerdos inventados se mezclan con los verdaderos.
Desfiles burlones Recuerdo que el 27 de febrero de este año, en compañía de Paula y de Joan de Sagarra -María Jesús de Alda se quedó en el café Sport-, subí al frágil ferry que enlaza Faial con Pico tres veces al día. Había muy mal tiempo en el canal que une en media hora esas dos islas. Precisamente Mau tempo no canal es el título de una obra de Victorino Nemesio, la mejor novela que se ha escrito sobre las Azores. En invierno, ese mal tiempo en el canal es cosa frecuente. Tuvo algo de pequeña aventura subirse al ferry, de gran aventura si uno miraba de frente a la tenebrosa silueta del volcán de Pico. Las biodraminas nos salvaron. De no haberlas tomado, el mareo habría sido seguro, porque la travesía del canal entre delfines burlones fue algo más que agitada, nunca había viajado en un barco que se moviera tanto.
Apenas se veía una sola alma cuando atracamos en el pequeño embarcadero fantasmal de Madalena. El pueblo estaba desierto y sobrecogía el silencio. Me pareció que mi amigo Sagarra me preguntaba qué habíamos ido a hacer allí. No sé si me lo preguntó o no, lo cierto es que soplaba un viento fuerte y que yo dije: 'A Pico se va por ir'. Bajaron cuatro pasajeros del ferry, con sus bolsas y sus canastas, y en pocos segundos se perdieron, se evaporaron literalmente por entre las callejuelas de Madalena. Nadie había en la plaza principal salvo dos taxistas con sus coches aparcados junto al pequeño ayuntamiento. Uno de los taxistas era muy joven, el otro era viejo. No se hablaban entre ellos. Elegimos al viejo para ir a Lajes a ver si allí había más personas y algo abierto, quizá el museo de ballenas se podía visitar.
Fuimos a Lajes por ir, con la esperanza -el taxista decía no saberlo- de que el museo, al menos, estuviera abierto. La única carretera de Pico es una angosta ruta que corre a lo largo de la escollera, con muchas curvas y pronunciados baches, sobre un mar azul rebelde. La carretera atraviesa un paisaje pedregoso y melancólico, con raras casas solitarias en pequeñas colinas barridas por el viento. 'Aquí no hay nada ya hoy en día', dijo el taxista, 'pero en otros tiempos hubo viñas sobre la tierra de lava y hubo fiestas, muchas fiestas'.
No vimos ni un solo ser humano a lo largo de todo el viaje a Lajes. Y al llegar allí tampoco había personas en la calle, todo estaba cerrado, salvo la iglesia por la que paseamos brevemente, estupefactos, en silencio raro. Y con ese mismo silencio regresamos a Madalena, cruzamos de nuevo por el misterio de la carretera de Pico. De nuevo ni un alma, sólo un silencio quebrado de vez en cuando por el taxista, que, con su portugués cerrado y muy azoriano, nos recordaba que allí, en otro tiempo, había habido fiestas, muchas fiestas. Le pedí que parara porque quería ver el paisaje que podía contemplarse desde una de las casas solitarias de las colinas. Se detuvo. Y ni Paula ni Joan quisieron bajar conmigo, había un fuerte viento y peligro de perder el equilibrio. Por juego, o por escapar del miedo, toqué en el portón de una casa callada en la colina y fue como tocar en el portón del tiempo perdido. Silbaba el viento. Volví a tocar sin que nadie atendiera a mi llamada y luego regresé al taxi diciéndome que el tiempo perdido no existe, si acaso sólo un caserón vacío y condenado.
Por la noche, ya de regreso en Faial, el café Sport se había convertido en el mejor bar del mundo. Y yo estaba eufórico mientras me decía que en el caserón callado de la colina vivía un personaje de la novela que yo estaba escribiendo, una novela en la que había un pasaje que sucedía en Pico. Hasta le di nombre al personaje, le bauticé como Teixeira. A Pico -me decía yo, feliz entre las luces del café Sport- se va por ir y por encontrar a un personaje de la novela que escribes. Esto me dije, y luego brindé con María Jesús, Joan y Paula por las almas de los difuntos de aquellas islas. Brindé por las alminhas, que, según los azorianos, se refugian en el fondo de los pozos y los patios, y su voz es el canto de los grillos.
Enrique Vila-Matas ganó el Premio Rómulo Gallegos 2001 por El viaje vertical (Anagrama).
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