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Columna
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Cuando arranca el verano

Pasan los días y con ellos llega el verano. La vida se remansa y es como si se detuviera. Es la sensación que tenemos cada año. Sin embargo, no pasa otro tanto con la política. (Nuestro deporte nacional, permítanme. Únicamente las sociedades gastronómicas tienen vetadas a las mujeres y a la política, aunque ya sólo sea en la cocina. Pero el Tour es por estas fechas una gran fiesta política en los Pirineos. Y hay quien va al Sur para seguirnos hablando de política; cuando hasta Neruda, comunista como era, se iba al Sur a ver llover). Nosotros no. Para nosotros, la política -no la de Aristóteles, la administración de la cosa pública, sino la otra, la menor, la abstracta, la litigante, eso de lo que hablamos sin parar- es sagrada, seria, solemne. Ahora mismo, tenemos montado un Belén de los que se hablará en tiempo (bueno, es Ibarretxe quien lo hace, y Aznar quien lo alienta; pero a nosotros nos va eso). Lo que no quita para que disfrutemos de la playa, del chalecito o del vino español, como todo hijo de vecino. Pero, ahora bien, en política nos ponemos densos, o más bien espesos. Como para frivolizar, mire usted. Se mata por ello; por esas palabras, por litigios de esa índole.

De manera que uno no puede ser optimista como otros. Hay quien dice, con algún fundamento, que, al final la vida, el sufrimiento o la alegría, los hechos concretos, reales, los intereses, todo eso se impondrá. Que lo de la autodeterminación y demás, no son sino palabras 'sin calendario', dicen. Son gente bienintencionada. 'Alentemos el lado positivo de todo esto -dicen-. Ibarretxe asegura que perseguirá a la bestia. Hablemos de plazos. Seamos positivos'. No saben que para nosotros las palabras son sagradas. Que se mata por ellas (menos los ejecutores, que ya lo hacen para defender un modo de vida, no precisamente honrado).

Uno quisiera creer en sus argumentos. Aferrarse a alguna esperanza. A las palabras de Josu Jon Imaz, por ejemplo, tras la entrevista con el Rey: 'La prioridad de este gobierno será la libertad y los derechos humanos de todos los vascos, la lucha contra ETA. Y para ello promoverá la unidad institucional, etc.'. Uno, sí, se aferraría al primer síntoma serio en esa dirección. Pero las palabras son otras. Y a ésas las carga el diablo. 'Autodeterminación', 'ámbito de decisión para Euskal Herria'.

Genial, si no se matara por cosas así. Si fueran términos de una conversación incluyente y no parte de nuestro litigio permanente. Del nuestro. No del que pretendidamente pudiéramos tener con otros como se dice desde el gobierno. (Y no hablo, claro, de competencias o de pleno desarrollo de la autonomía, que esos sí son términos incluyentes. Eso es hacer política, no hablar de política.)

Las cosas reales, el ritmo de la vida, pesa. Pesa decisivamente, es cierto. Pero las palabras de la discordia crean también realidad, se hacen materia y habitan entre nosotros. Alientan, por ejemplo, el sentimiento de usurpación que tiene la comunidad nacionalista ('Quiénes son ellos para decidir sobre el País si acaban de llegar. Si sólo llevan ochenta años aquí'. Bueno, ellos acaba siendo cualquiera.) Y, al final, desgraciadamente, se alimenta a la bestia (la íntima y la armada).

Uno también se irá por ahí. Tomará arenque, espantará moscas o preparará sangrías y caldereta. Irá a la playa, al bosque (¡al bosque, no!, oigo decir, con sus claros, calveros y viveros); irá a la montaña o discurrirá entre la pintura holandesa del XVII (susurro de vida). Pero las ilusiones no entran en el programa. Tal vez sí para el verano, los melones y el salitre. Pero desde luego, no para el otoño. Ojalá me equivoque y encuentre al lehendakari a la vuelta remangado con el asunto de la alta velocidad y el Concierto; con una campaña de educación civilista. Pero temo que siga hablando de política sin hacerla.

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