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Columna
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Expedición interior

Me fui de viaje por las calles donde viven los mercaderes extranjeros, calles que bajan hacia el río paralelas y perpendiculares a la Carrera del Genil y la iglesia de la Virgen de las Angustias, desde la plaza de la Mariana, donde está la estatua de Mariana Pineda (esto pasa en casi todas las ciudades: te matan en una plaza y en otra te levantan una estatua). Son geométricas, agradables calles de sombra, calles color de sombra, al pie del Hotel Alhambra Palace, que aparece rosa sobre una bloque blanco y gris, al fondo de una larga callejuela gris, gris de neumático polvoriento. Yo conozco estas calles: en la calle San Jacinto viví unos meses, en la infancia, es decir, en otro planeta, cuando a mi padre no le iba bien la vida.

Estas calles han sido de gente humilde y de profesionales medios a punto de hundirse en la humildad, y no han cambiado mucho, como los rótulos de las tiendas, pintados en la pared, sin luminosos. Hay alguna tienda de ultramarinos, alguna imprenta, una carnicería, tapiceros, dentistas. Hay ahora un negocio de importación y exportación, cerrado, paquistaní, me parece. Hay dos locutorios telefónicos. Hay, frente a las cabinas del locutorio, relojes con la hora de Ucrania, Marruecos-Senegal, México-Ecuador y Paquistán, carteles con la cotización de la rupia paquistaní y el franco de Senegal, listas de precios. Lo más barato es llamar a Italia, 11 pesetas el minuto. Aquí, en un minuto, podéis mandar dinero a donde queráis: la vida del emigrante está enfocada hacia el giro que esperan en otro sitio, muy lejos, en casa.

Venden rosas los paquistaníes, gorras y sombreros y gafas de sol los senegaleses, y discos, aunque mi informador me dice que los discos los copian los paquistaníes y los venden los senegaleses. La venta de discos (falsos, aunque suenan casi como los auténticos) ha producido un mobiliario especial, un objeto que investigarán los arqueólogos del futuro: ¿para qué sirvió esta maleta imposible? Se trata del expositor-transportador de discos, una especie de baúl muy plano, del tamaño de un libro gigante, o una especie de libro de madera con asas y sin páginas y lleno de discos.

Los senegaleses se saludan a la musulmana, en árabe, pero hablan una lengua a la que llaman algo así como olof. Si les pides que escriban en un papel el nombre de su lengua, escriben wolof. Hay una manera senegalesa de vestir para vender en la calle: camisa suelta en una gama de colores oscuros, azules, rojos, verdes, y pantalones negros. Son elegantes estos mercaderes con gorra de béisbol. Joseph Conrad dice que mercadear es un oficio romántico y respetable: requiere espíritu de aventura y capacidad de comprensión, intrepidez de joven y sagacidad de anciano, diplomacia y valentía para conseguir los favores de los poderosos y el miedo de los malhechores.

Estoy leyendo a Conrad estos días. Éstos son días de leer libros. He oído que la lectura es cosa de países nórdicos, donde el frío te encierra en la biblioteca, a leer y escribir novelones. Pero las noches de calor imposible tienen la culpa de mis lecturas infantiles y juveniles: noches sin dormir, leyendo, una novela cada noche.

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