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VISTO / OÍDO
Columna
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La confesión

El secreto de confesión se comenta, salen editoriales en periódicos muy católicos y defienden que no debe nunca traicionarse, aunque sea para producir un bien. No les gusta a ellos el jesuita de Estados Unidos que ha revelado un secreto, después de muerto el confesante, para librar de la cárcel, donde llevaban trece años, a unos inocentes. Se cruzan dos morales: la de la filosofía de las leyes, que predica que es mejor dejar en libertad a un culpable que condenar a un inocente (no se suele cumplir), y la de la defensa del secreto de confesión. Estoy a favor de quienes lo consideran inviolable, aunque sean absurdos: la confesión, dicen, se hace en realidad ante Dios, y el confesor no es más que un testigo que calla.

Soy impúdico para conmigo mismo: lo puedo contar todo y nunca lo hago si creo que por alguna razón ofende al interlocutor que no quiere escuchar, o si compromete a la persona que se confió. No se lo repito ni siquiera a esa persona cuando le molesta recordarlo. No tengo más secretos que los de los otros, y en esto entra el secreto profesional del periodista, que, sin embargo, no reconoce la ley; sin embargo, admite el del confesor y el del abogado. No el del médico, obligado a advertir a la autoridad cuando sospecha algún delito en su paciente. La cuestión ética es que, cuando una persona te cuenta un secreto, y te dice que es algo secreto, tú puedes rechazarlo, no escuchar: no saber. Pero si lo aceptas, tienes también que aceptar el secreto absoluto. Sin ser abogado, cura o periodista: es una cuestión entre seres humanos.

No he confesado más que dos veces: para la primera comunión -que fue la última- y durante el servicio militar, aunque me escabullí de la comunión. Me hubiera dado igual esa ceremonia canibalesca, pero me parecía irrespetuoso para los que creen, después de una confesión falsa o fantástica para salir del paso: no iba a decirle al cura de lenguaje bestial -preguntar a los soldados nominalmente por sus pecados sólo puede hacerse con brutalidad- que era ateo y rojo. No fuera a ser que el secreto del confesor no fuera tanto y se enterase el coronel, o, peor aún, el sargento. Tampoco he acudido al psicoanálisis, aunque tiene más morbo. No quiero enterarme de más de mi mismo que lo que sé, ni recuperar lo que por algo he olvidado.

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