No todos somos iguales

'Se casa mi jefe y no voy a decirte quién es'. Eso me contestó una feliz subordinada sin inmutarse ante la demostración de poder de su admirado superior que, a juzgar por el despliegue, debía ser de bastante peso -y no me refiero al físico, que desconozco, sino al específico-. Sin duda, su tela de araña será de ésas que hacen temblar a nuestro alcalde, tanto, que se olvida de las normas que con mano férrea nos obliga a cumplir diariamente al resto de los ciudadanos.

Mi pregunta era inocente, pero debió delatar mi indignación interior, ésa que me asaltó al ver la interminable hilera de coches oscuros de marcas caras colapsando la calle de Alcalá -e incluso su acera-, en su entronque con Gran Vía. Esta arteria de Madrid, torturada actualmente por unas ¿necesarias? obras de acondicionamiento, sufre cada día -o más bien los que la transitamos- las consecuencias de contar con un carril menos. La parada de los autobuses ya ha sido cambiada varias veces de sitio. Nada de esto tiene importancia; ante una boda de tronío se dejan aparte reglamentos, bandos y demás mandamientos municipales. Entonces, la predisposición a la reverencia del primer bastón de la Casa de la Villa se convierte en alfombra roja ante la escalinata de la iglesia de San José, destacamento de política municipal y toda clase de prebendas para mayor gloria de los contrayentes (todo sea por los matrimonios de hecho).