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Columna
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Alegrías

Mi amigo Felipe Benítez Reyes empezó este verano con muy buen pie social. No es raro que empiece todas las estaciones del año con un buen pie creativo, porque siempre que lo busca uno está en el reino mágico de las palabras, con el alma sabiamente vestida para la ocasión, según lo pidan los géneros y los caprichos de su inagotable musa literaria. Si está escribiendo poesía, camina descalzo por la lista de los recuerdos como un náufrago dispuesto a sobrevivir, persiguiendo mástiles rotos y leños de niebla para encender hogueras de ida y vuelta, esas llamas que funden la intimidad con la lucidez, el fuego que ilumina los paraísos, y los recrea, y nos demuestra luego, con una sonrisa de complicidad o de melancolía, que los paraísos no han existido nunca. Si está escribiendo una novela, Felipe se viste de explorador y camina a golpes de machete por la selva de las obsesiones, abriendo caminos entre la lujuria, las esperanzas ridículas, las ciudades misteriosas, el circo de los corazones, la piedad y los disparates humanos. Como en Rota, el pueblo en el que nació Felipe, hay de todo, Rota es una versión abreviada del mundo, y los protagonistas de las novelas de Felipe son una versión abreviada de Rota y del mundo, porque en cualquiera de sus noches el lector puede encontrar de todo, aunque se esfuercen siempre en vivir situaciones muy marcadas por el amor repentino de las camareras o por la aparición de un chino imprevisible, capaz de extraer ejemplos de filosofía existencialista de una chistera de duende. Pero si escribe ensayo, el autor se viste de ciudadano razonable en las calles de Oxford, conocedor de los saludos públicos y los pasillos secretos de las bibliotecas, dispuesto a defender sus derechos ante la policía, porque en literatura los desmanes de la ignorancia suelen vestirse siempre de policía colérico, empeñado en poner multas a diestro y siniestro.

Además de su conocida buena suerte literaria, Felipe Benítez Reyes disfruta este verano de una buena suerte social. El Ayuntamiento de Rota le ha nombrado hijo predilecto, ha puesto una placa en su casa natal y ha bautizado una calle con su nombre. Por Felipe Benítez Reyes no sólo pasan ahora los simbolismos aventados de la literatura, sino también los carteros, las parejas de novios, los perros y los niños que tiran papeles al suelo. Como las cosas no vienen nunca solas, la revista Litoral le ha dedicado un número monográfico, lleno de fotografías, críticos amables, amigos generosos y palabras justas. Y, por si fuera poco, la cantante Elkie Brooks y el grupo Arte Menor han grabado estupendas versiones musicales de sus poemas.

Felipe está contento, pero tiene la mosca detrás de la oreja. Ayer, mientras se tomaba un zumo de naranja en la cafetería El Galeón, me miró a los ojos y me preguntó con una inquietud tímidamente seria: ¿yo no me estaré muriendo, verdad? Tantos homenajes estaban haciéndole sospechar una enfermedad secreta, silenciada por su mujer y sus amigos. La condición humana y la literatura son túneles muy complejos: ni siquiera Felipe Benítez Reyes puede estar tranquilo con su buena suerte.

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