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¿Hasta cuándo la globalización?

En medio del debate sobre la globalización resulta un poco llamativo que casi nadie plantee la posibilidad de que ésta no vaya a durar para siempre. Como es bien sabido, a finales del siglo pasado, a la sombra del patrón oro, se produjo un importante proceso de globalización de la economía mundial, en el doble sentido de la libre circulación de capitales y de la liberalización y el auge del comercio internacional. Tras la crisis del 29, sin embargo, las reglas de juego cambiaron espectacularmente, y ahora se diría que vivimos una experiencia sin precedentes históricos. Pero si se produjo aquella fase de globalización, y tuvo un final, tendría sentido reflexionar sobre un posible fin de la actual.

Es más: hay una honrosa tradición sociológica, que arranca de Weber, para la cual la expansión de la lógica del mercado socava las bases sociales del propio desarrollo capitalista. Aunque esta tradición suele llevar a la denuncia del hedonismo, de la pérdida del sentido del ahorro y del sacrificio, o de la disolución de los valores familiares en la sociedad actual -a la manera de Bell, y últimamente, del más tosco Francis Fukuyama-, también incorpora razonamientos más ligados a la historia económica, como el trabajo aún reciente (1997) de Dani Rodrik, ¿Ha ido demasiado lejos la globalización?, o la obra clásica de Karl Polanyi, La gran transformación (1943).

El problema sería saber si, como razonaba Polanyi, cada ciclo de expansión del mercado (de globalización) termina provocando una reacción pendular en sentido contrario. Pero los políticos no hablan de estas cosas: no sólo no se les paga por hacer filosofía de la historia, sino que poner en duda el futuro de la globalización es probablemente lo más arriesgado que puede hacer un gobernante -o aspirante a serlo-, con la posible excepción de dejarse fotografiar en compañía de narcotraficantes. Pues implica falta de fe en el mercado y, por tanto, escasa voluntad de defender su lógica ante presiones políticas o de otro tipo. Los políticos ya han aprendido que deben cuidarse muy mucho no ya de hacer, sino de decir algo que pueda provocar la desconfianza de los mercados.

También es normal que no manifiesten dudas sobre el futuro de la globalización sus enemigos declarados: para enfrentarse a una poderosa imagen del mal es preciso descartar toda sospecha sobre su fragilidad. Pero el mundo está lleno de gente que contempla con preocupación los aspectos negativos o las insuficiencias del actual proceso de globalización, gente consciente de que desde 1995 se han ido acumulando experiencias un tanto desalentadoras para quienes en la década anterior confiaban en que las nuevas reglas de juego, tras los inevitables dolores de parto, estaban dando a luz un modelo de prosperidad y crecimiento para todos.

¿Por qué quienes mantienen posiciones críticas sobre la globalización hablan o escriben como si ésta fuera ya un hecho definitivo e irreversible? Probablemente, porque piensan que contra la globalización vivimos mejor: que un cambio de modelo tendría costes demasiado altos incluso para los países o los sectores sociales a los que ahora consideramos como perdedores en la globalización. Y en segundo lugar, porque es difícil imaginar ese cambio si no es a través de una crisis catastrófica, y a nadie le gusta que le tomen por chiflado anunciando catástrofes que no se producen, y menos por gafe, si la catástrofe tuviera lugar.

Lo que es peor: una catástrofe económica capaz de poner fin a la actual globalización debería ser capaz de cambiar la orientación global de la política económica norteamericana. Mientras ésta no se modifique -como lo hizo en los años treinta, primero con el proteccionismo y luego con el mantenimiento de los precios- es imposible imaginar un cambio real en las reglas de juego de la economía. Pero si hay algo de peor gusto que predecir catástrofes es precisamente especular con crisis irreversibles de la economía de Estados Unidos. Muchos recordamos aún los chistes de la guerra fría y el economista soviético, enviado a Nueva York para estudiar la agonía del capitalismo norteamericano, que regresaba a Moscú suspirando por llegar a tener una muerte así.

Sucede, sin embargo, que la economía globalizada está en estos momentos en serios aprietos, que no son precisamente consecuencia de las protestas sociales. Japón continúa en su sendero de estancamiento y recesión, y el parón de las economías norteamericana y europea se sigue agravando, pese a los voluntariosos mensajes de calma y esperanza que transmiten Washington y el Ecofin. Pero de momento sólo se puede anunciar al apocalipsis para América Latina, como ha hecho Rudi Dornbusch (Financial Times, 10 de julio), sin mayores consideraciones sobre el posible impacto de su opinión en la muy delicada situación de la economía argentina y sus efectos colaterales en la región.

Lo más dramático de la situación presente es, quizá, la figura del actual presidente de Estados Unidos. No por el hecho de que sea un conservador: como señalaba un ya antiguo artículo, puede ser necesario un Nixon para establecer relaciones con China, puede que determinados giros de política sólo los pueda emprender un gobernante conservador. Pero probablemente no este gobernante, demasiado condicionado por los grandes intereses económicos y demasiado ignorante sobre el funcionamiento de la economía global.

Sería magnífico equivocarse, pero se puede temer que, como ya le sucedió a su padre ante la recesión de 1991, George W. Bush no haga nada y no se plantee siquiera la posibilidad de una estrategia alternativa para la coordinación de la economía global, incluyendo una reforma profunda de la arquitectura financiera internacional. Si la oposición a la globalización ha ido creciendo cuando las cosas iban razonablemente bien en Europa y Estados Unidos, hay que imaginar lo que puede suceder si las esperanzas de despegue se evaporan en América Latina, el sureste asiático vuelve al borde de la crisis y Europa y Estados Unidos se aproximan al estancamiento.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC

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