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Columna
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La pulsión gráfica

En la Galería Altxerri de San Sebastián (Reina Regente, 2) se exhiben algunos de los libros de autor, en los que Eduardo Chillida intervino como grabador. Abarca un período de cuarenta años. Sobre autores que representan el mundo del pensamiento y la poesía, preferentemente, tales como Heidegger, E. M. Cioran, Max Hölzer, Ives Bonnefoy, John E. Jackson, Valente, Joan Brossa, Semprún y Clara Janés. La muestra se completa con un Homenaje a Parménides, más 5 xilografías correspondientes a la serie denominada Beltza I, y un hermosísimo libro que el escultor donostiarra quiso llamarlo Aromas, con 5 aguafuertes, 3 xilografías y 2 serigrafías dentro.

Nada impide pensar que Chillida trabajaba sus grabados en función de lo que cada texto le evocaba y sugería per se. Sin embargo, al espectador le resulta difícil constatarlo, dado que lo visible es el mundo gráfico, en tanto la letra impresa queda oculta en la mayoría de los libros aquí mentados.

De primeras parece que ese mundo gráfico de Chillida está condenado a representar el papel de esculturas a las que les falta la tercera dimensión. Esto podía tomarse como una conjetura verosímil, si no percibiéramos que muchos de los hallazgos conseguidos a través de la pulsión gráfica le sirvieron al artista para alcanzar el logro de sus mejores esculturas.

En cuanto a lo mostrado, la variedad gráfica es muy diversa. Con las 7 litografías en el libro de Max Hölzer (1968), estamos ante un Chillida de corte casi gestualista. Para el texto de Heidegger (1969), tanto por la litografía de la portada, como por las 7 litografías-collages restantes, los resultados son sumamente escuetos, sin alardes vacuos. En las 5 xilografías de la serie Beltza I (1969), al artista le interesa visualizar las huellas que dejan las vetas de la madera sobre las que ha grabado, para que cobren valor los fondos. No obstante, lo más válido y profundo es el recorrido que va marcando la gubia; es decir, los surcos que esa gubia certifica como llenos y vacíos, que viene a ser el equivalente de lo que el propio Chillida ha asumido como punto de partida de lo que llamaríamos su filosofía creadora, esto es, desde lo lejano, a través de lo próximo.

Años más tarde, Chillida vuelve a valorar los fondos. Se trata de los fondos producidos en sus trabajos sobre aguafuertes. La plancha de cobre es raspada y herida por un sinfín de incisiones que el buril recrea azarosamente. Pese a que esos fondos producen una suerte de arte matérico, por demás sorprendente y espectacular, son las formas las que dan valor a los grabados. Los fondos cumplen su función de meros acompañantes. Otra vez las líneas que dan pábulo a los llenos y vacíos, a los límites y sus extralímites, a los blancos y los negros, al mundo de las proporciones y las desproporciones, todo ello se alza como parte sustantiva de cada obra. Los fondos quedan como recursos un tanto facilones. Esto se puede advertir en los libros de los poetas Ives Bonnefoy (1990), Joan Brossa (1994) y Clara Janés (1998).

Caso aparte merecen las 3 xilografías, los 4 aguafuertes y una punta seca que Chillida realizó para el libro de Cioran, Ese maldito yo, en 1983. Ahí mandan las formas redondeadas, ya como líneas de íntima pureza y simplicidad, ya como servidoras de límites de masas netas presentadas como único argumento. Mientras nos adentrábamos en estas obras, recordábamos un aforismo del escritor rumano -siempre tan premonitorio como demoledor -, escrito en 1952, cuando aducía: 'Si la felicidad es tan rara, es porque sólo se alcanza después de la vejez, en la senilidad, favor reservado a muy pocos mortales'...

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Todavía con los ecos extraños y resonantes que el aforismo de Cioran producía en nuestra mente, fue la visión del libro personal del propio escultor, titulado Aromas (2000), lo que nos devolvió a la realidad, por así decirlo. Aquellas obras grabadas eran la proclama viva del personal e imperecedero arte de nuestro Eduardo Chillida.

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