El PSUC se jubila
Con motivo del 65º aniversario de la fundación del PSUC se ha levantado una efervescente polvareda que recuerda la que algunos empleados sufren el día de su jubilación. Una cena, un brindis para agradecer los servicios prestados, un correr un tupido velo sobre lo más cutre de la biografía y a otra cosa, mariposa. La salud del jubilado no le ha permitido quejarse, quizá porque está hecho polvo a causa de su propia naturaleza descuartizadora. Entre los muchos productos de la atomización del que fuera partido de referencia queda, por ejemplo, el llamado PSUC-Viu, que, como su nombre indica, intenta mantener las esencias que otros defienden bajo otras siglas. Comentando la actual situación con un amigo que dedicó parte de su vida a la militancia fetén, en un momento dado nos referimos a unos militantes del PSUC-Viu y, con una sonrisa, mi amigo dijo: 'Jo dec ser del PSUC-Mort'. Suponiendo que existiera ese PSUC-Mort, debe de ser el partido con más militantes del país. Y no me refiero a los que se afiliaron porque allí se ligaba, porque estaba de moda, para trepar en el escalafón, porque no tenían nada mejor que hacer, sino a los que se jugaron el pellejo con algo más que cuatro excesos de juventud. En estos días de celebración de la jubilación del PSUC, vuelve a sonar la naftalínica retórica que reivindica a los abnegados y anónimos militantes. ¿Abnegados y anónimos de qué, moreno? Podría llenar un teatro con militantes con nombres y apellidos que estuvieron allí cuando se lo pidieron y, sobre todo, cuando nadie se lo pedía.
En estos días vuelve a sonar la retórica que reivindica a los abnegados y anónimos militantes. ¿Abnegados y anónimos de qué, moreno?
Por supuesto, no se lo pidieron para decidir si había que estar a favor o en contra de la invasión de los tanques soviéticos en cualquiera de sus vergonzantes guerras frías (muchos estaban a favor), ni tampoco para ninguna decisión que pusiera en peligro la adscripción del PSUC a un comunismo que, con matices, toleró demasiados gulags. Es cierto que el PSUC contó con unos niveles de democracia interna considerables, y que, tras el deshielo jrushoviano, permitió cierto debate interno. Claro que estos niveles de libertad no debían poner en peligro la línea oficial. Los primeros conatos de motín desembocaron en expulsiones. Luego, cuando el descontento era más nutrido, se optó por la escisión, una tendencia que acabó con un credo basado en un acatamiento inhumano de la disciplina. Si a eso le añadimos una incapacidad congénita para entender el nuevo paisaje político, que dejó de ser primario para abarcar la complejidad ideológica que implica cualquier democracia, podemos aventurar la hipótesis de que el PSUC estaba demasiado pendiente de su propio yo para ocuparse del desconcertado nosotros. A muchos ex militantes se les nota todavía un gran rencor. Culpan a la dirección, pero olvidan que otorgaron con su silencio o, con su abandono, perdieron la posibilidad de mejorar lo presente cuando ya nadie te mandaba a Siberia si pegabas cuatro gritos. Y, sobre todo, olvidan lo bien que lo pasaron pegando carteles o matándose a vender mojitos en la Festa de Treball y que en este país hubo gente que prefirió morir poniendo una pancarta que vivir pendiente de un nuevo modelo de coche. En los últimos años, a los sobrevivientes de los múltiples PSUC les ha castigado su historia oficial y un pestilente complejo por parte de los albaceas de sus siglas, que, con modales pijos, intentan esconder en el baúl de los recuerdos a los representantes de tantas batallitas y prefieren el suquet a la evidencia demagógica de las manos de Luis Romero en el cartel electoral de Mis manos, mi capital; PSUC, mi partido. Pero cuidado con las batallitas. No se trata de estar brillante en un debate, ni de ponerse la bata de colegio en una entrevista viscosa de un programa de tele en el que acabas perdiendo más votos de los que ibas a buscar, sino de pasar 20 años en el trullo y salir con el puño en alto, de perder a media familia en fusilamientos, de tener que elegir entre una vida convencional y el compromiso a cualquier precio. A muchos de los que no acabaron de elegir entre renunciar a tantas realidades a cambio de la promesa de un mundo mejor, a los que no eran lo bastante idealistas para creer hasta ese punto, les marginaron por peligrosos, por aburguesados, por débiles, como si la consistencia de tus ideales dependiera de las horas que puedas pasar sentado en una soporífera reunión de comité central. La historia, por supuesto, les ha borrado del mapa. Pero, entre tanta retórica de agradecimiento a los servicios prestados, quizá convenga recordar que los mal llamados abnegados y anónimos militantes que dieron parte de su vida por una causa no esperaban nada a cambio. Que yo sepa, aquí no se trataba de invertir para obtener beneficios ni de dejarte fusilar para que tu esposa cobrara una pensión de viudedad. De lo que se trataba era de ser, de no estar solo, de contribuir a una causa en la que el compromiso, la solidaridad, la amistad y el código ético que presidió ese contradictorio entorno fue su gran, envidiable, riqueza. Que les quiten lo bailao, pues. Y felicidades. A los pocos vivos que todavía resisten desde sus respectivas siglas y a los muchos, demasiados, muertos.
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