La película que nunca existió
En la presentación en Barcelona del rodaje de El embrujo de Shanghai, el productor Andrés Vicente Gómez hizo unas declaraciones, recogidas con mayor o menor detalle por la prensa (véase EL PAÍS del 28 de junio pasado), acerca del alcance y el sentido de mi trabajo en la tarea de llevar al cine la novela de Juan Marsé. Vino a decir que mi compromiso jamás pasó de ser 'un proyecto de guión que no se podía hacer', despachando así el tema: 'Nunca existió una película con Erice' (El Mundo, 28 de juno de 2001).
Los hechos, sin embargo, son muy distintos. El proyecto de película existió, y además durante tres largos años -entre 1995 y 1998-. Para comprobarlo, bastaría con repasar en las hemerotecas las manifestaciones realizadas por el propio Andrés Vicente Gómez dando cuenta de la producción, de la que incluso llegó a anunciar (en EL PAÍS de 23 de abril de 1998 y en La Vanguardia del 5 de marzo de 1998) las fechas de comienzo del rodaje.
Además de escribir varias versiones del guión, a partir de febrero de 1998, con la colaboración de un equipo de profesionales, me ocupé de la preparación de la película: plan de trabajo -que contemplaba un rodaje entre 18 y 20 semanas, para un relato de tres horas de duración-, localizaciones, escenografía, casting y vestuario. Pero, de la noche a la mañana, justo cuando teníamos que empezar a construir los decorados y resolver la contratación de los actores, Andrés Vicente Gómez me dijo que había suspendido la preparación. Unas semanas después me comunicó que la película de tres horas era inviable. No me quedaban más que dos alternativas: decir adiós al proyecto o bien modificar sustancialmente el desarrollo del guión. Opté por lo segundo.
A finales del año 1998 realicé una nueva versión que, además de eliminar los aspectos más costosos de determinadas escenas, reducía en 40 minutos la duración. Sin embargo, para mi sorpresa, esta medida no logró modificar los planteamientos de la producción. En definitiva, lo que en ella prevalecía era una notable falta de adecuación entre los fines y los medios que se me imponían. Cansado de forcejear, acabé tirando la toalla. Pensaba que nada de lo que Andrés Vicente Gómez pudiera decir sobre este asunto me sorprendería; pero estaba equivocado.
¿A qué se debe el carácter de sus últimas declaraciones? Se me ocurre una respuesta: un argumento de que mi proyecto no se podía realizar por motivos económicos, repetido al principio en cuantos medios dejó oír su voz, ha quedado hoy día -la película que rueda Fernando Trueba tiene un coste superior a la mía- en entredicho. De ahí, tal vez, que haya preferido ahora negar mi trabajo durante meses como director, menospreciando así las dimensiones de mi labor y tergiversando los orígenes de la historia.
Fui el primer director en el que Marsé pensó para llevar a la pantalla su novela. La leí en febrero de 1993, cuando aún no estaba publicada. De mis impresiones di testimonio en Babelia el 16 de abril de 1994, en un artículo titulado Todos los caminos llevan a Shanghai. Y, a pesar de que en aquella ocasión preferí no entrar en el proyecto, el autor me ratificó su confianza e interés. Hasta el punto de que, en agosto de 1995, cuando se disponía a ceder los derechos de su obra, me ofreció retenerlos hasta que yo quedara liberado de otros compromisos y pudiera abordar en firme la adaptación.
Andrés Vicente Gómez ha venido a confirmar lo que deduje hace ya tiempo: que para él, a partir de un determinado momento, mucho antes del punto final de nuestra conversación, mi película había dejado de existir. Titulada La promesa de Shanghai, en ella la ciudad china sólo aparecía reflejada en un par de postales. La evocación del lugar remoto y legendario donde la niña protagonista depositaba su sueño de felicidad, cristalizaba en dos simples souvenirs: un chipao y un abanico. Todo lo cual suponía una renuncia consciente a los rasgos más espectaculares de la historia. Quizás eso era -y no otra cosa- lo verdaderamente caro (porque no tenía precio) de mi película: lo que todavía hoy lleva a Vicente Gómez a repetir: 'No se podía hacer'.
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