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Columna
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Malditos jueces

Ya he escrito este artículo antes; pero, por desgracia, es el momento de hacerlo otra vez. Ya sé que, a menudo, no existen dos palabras más terribles y decepcionantes que ésas: otra vez. Pero es el momento de volver a escribir este artículo para recordar que, de nuevo otra vez, una vez más otra vez, mil veces otra vez, existen mañanas en las que lo primero que piensan muchos ciudadanos de nuestro país cuando abren el periódico o encienden la televisión es esto: ¡Malditos jueces!

Y la pregunta es: ¿Por qué no iba a pensar eso? ¿Por qué no iban a pensarlo cuando oyen o leen que un juez no considera ensañamiento asestarle treinta puñaladas a una persona? ¿Por qué no iban a pensarlo cuando comprueban que otro juez deja en libertad, al poco tiempo de haber sido detenidas, a las dos adolescentes que asesinaron a una compañera de colegio en Cádiz, que la torturaron y mataron por pura diversión, 'para ver qué se sentía y para hacerse famosas'? ¿Por qué no van a pensarlo cuando se enteran de que un tercer juez castiga con extrema indulgencia una violación 'porque ésta se produjo en el seno del matrimonio'; un cuarto atenúa la pena de otro miserable porque, tras obligar a su víctima a practicarle una felación, le dio un vaso de agua; y un quinto, rebaja considerablemente el castigo del canalla que forzó a una niña de trece años porque ésta 'ya había tenido con anterioridad algunas experiencias sexuales'?

Pero, como dice Bob Dylan en una de sus últimas canciones, 'a veces, de nuevo otra vez, cuando creías haberlo perdido todo, descubres que aún puedes perder un poco más'. Y eso es lo que pensaron muchos ciudadanos al abrir sus periódicos o encender sus radios hace unos días, cuando descubrieron la resolución del Consejo General del Poder Judicial sobre el oscuro asunto de la joven Mar Herrero y la juez de Alcobendas que, de algún modo, por incompetencia o por desidia, a causa de un error o por puro desinterés, la dejó morir, o no hizo lo que debía para intentar salvarla, o la convirtió en un blanco fácil para su asesino.

Cuando Mar Herrero murió, el 13 de octubre del año 2000, había puesto doce denuncias contra su antiguo novio; había solicitado ayuda a esa juez de Alcobendas, María del Carmen Iglesias, maldita seas, añadirán quizá los familiares de la víctima cada vez que oigan ese nombre; le había contado las amenazas terribles de su verdugo, el acoso al que la sometía ese hombre violento que ya había estado en prisión por intentar matar a su anterior compañera. Pero la juez no cursó ninguna de esas denuncias, no les dio crédito o importancia, hay quien ha dicho que incluso se burló de ellas, quién lo puede saber, tal vez considerase a la joven una neurótica, o una pesada, o una histérica; tal vez pensara qué fastidio, ya está otra vez aquí ésta, no tendrá otra cosa mejor que hacer. Nosotros no sabemos qué pudo pensar María del Carmen Iglesias, maldita seas añadirán otra vez, mil veces otra vez algunos; pero sí sabemos que Mar Herrero decía la verdad y que aquel espantoso 13 de octubre fue secuestrada, torturada y asesinada en una furgoneta, en plena calle, como un perro. Da miedo pensar en esa furgoneta igual que las otras, idéntica a las que reparten el pescado y la fruta, las que recorren cada día la ciudad llenas de libros o muebles, de máquinas o zapatos. Aquella furgoneta en cuyo interior estaba el Infierno.

El Consejo General del Poder Judicial considera la acción de la juez de Alcobendas una falta grave, pero no muy grave. O sea, más o menos como lo de las treinta puñaladas o el vaso de agua. María del Carmen Iglesias ha sido sancionada con doscientas mil pesetas y seguirá en su puesto, administrando justicia. Mar Herrero ha muerto y la juez pagará doscientas mil pesetas. Cuando te saltas un semáforo en rojo o vas a más velocidad de la permitida, te ponen una multa de entre treinta y cuarenta mil.

Al abrir sus periódicos o encender sus televisores, algunos ciudadanos habrán pensado de nuevo y mil veces otra vez, que a lo mejor algunos jueces de nuestro país, sin duda una minoría, son injustos, vagos o irresponsables porque son también impunes, como si en lugar de toga llevasen armadura. Esos pocos jueces nos hacen mucho daño a todos. ¿En qué pueden confiar los ciudadanos de un país cuando dejan de confiar en la Justicia?

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