El coste de la no-España
Debemos a Paolo Cecchini que hiciera en 1988 su informe sobre el coste de la no-Europa. Fue un encargo del presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors. Tenía el propósito de alancear los fantasmas que hacía ondear tanto triunfalista de la catástrofe amagando con la suma de costes disuasorios si se osaba proseguir con el empeño grande, con la suma mayor, de la construcción de la UE, entonces representada por el Acta Única. Valió la pena asomarse a esos costes de una y otra opción para recobrar el aliento y comprobar las compensaciones ofrecidas por el avance en la buena dirección. Cecchini demostraba que la no-Europa tenía costes muy superiores. Ahora habría que componer también otros informes sobre el coste de la no-España de la Constitución y el coste de la no-Euskadi del Estatuto. Porque empieza a ser necesario que junto a cualquier proyecto de erigir o de arrasar lo que sea en el ámbito institucional quienes lo avalen presenten un estudio solvente de costes.
Quien se marche de la Unión Europea se va a las tinieblas exteriores y queda excluido del firmamento comunitario
Éste es un país libre en el que toda incomodidad puede tener su asiento, pero quien la propugne debe presentar adjunto un presupuesto. Todo puede decirse, pero nada es gratis, y es de elemental honradez hacer una evaluación de los costes que supondría el proyecto que desea emprenderse. Además, han dejado de tener vigencia los elementos coactivos. Xavier Arzalluz, siempre tan preocupado por el artículo octavo de la Constitución, debe volver a leerlo con detenimiento. Porque el artículo octavo dice dos cosas: la primera, de qué se componen las Fuerzas Armadas, integradas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, enumeración que excluye a la Guardia Civil o al Cuerpo Nacional de Policía; la segunda, cuáles son sus misiones, concretadas en garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Pero para nada encomienda la definición de la soberanía, la independencia, la integridad territorial o el ordenamiento constitucional a la Junta de Jefes de Estado Mayor o al Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional. Todas esas definiciones están entregadas en exclusiva a los representantes del pueblo en el Congreso de los Diputados y en el Senado. O sea, que detrás de la Constitución estamos cada uno de nosotros. Aquí se ha terminado la militarización del pensamiento político, aunque aún perviva en la clase política de Euskadi.
Como dijo Delors el 29 de marzo de 1988 sobre las perspectivas que abriría a la economía comunitaria la entrada en vigor del mercado interior, prevista para el 1 de enero de 1992, en absoluto eran un regalo de Navidad. Por eso, quienes instalados en los puestos de responsabilidad institucional quisieran adentrarse por la senda de la escisión, de separar al actual País Vasco del resto de España tendrían deberes muy precisos, como aclaraba un buen amigo periodista en su columna del pasado viernes publicada en las páginas de Cinco Días. Por ejemplo, el de calcular los costes en el plano económico y en todos los demás. Porque esa ilusión de pasar a ser la estrella 16ª de la UE es falsa. Pensar en las bienaventuranzas según las cuales a quien busque el Reino de Dios y su Justicia todo lo demás se le dará por añadidura, lo que en nuestro caso equivaldría a suponer que a quien buscara la independencia del País Vasco todo lo demás se le daría gratis, es pensar en pajaritos preñados.
Quien se marche de la UE se va a las tinieblas exteriores y queda excluido del firmamento comunitario. Puede pedir su turno para negociar la entrada, pero sin olvidar que el ingreso ha de ser aceptado por unanimidad de los miembros del club. Por eso, la primera tarea de los independentistas sería una tarea de seducción con España y con la República Francesa, con todos sus ciudadanos, porque desde la hostilidad todo se haría imposible. Mientras, en Sabinetxea, alguien debería estar ya preparando los diseños de la euskopeseta con anverso y reverso apropiados para su adopción en el momento oportuno como sucedió con la bicrucífera y con tantos otros símbolos del PNV que se incorporaron sin más a la simbología del País Vasco. Claro que, entretanto, cada uno de los españoles ha comprendido sus deberes cívicos. y la propensión al desistimiento abandonista se ha transmutado en solidaridad constitucional. Continuará.
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