Los de Seattle
Las multitudes que llevaron a un fin prematuro la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle fueron sólo el comienzo. Ahora sabemos que todas las reuniones internacionales de alto nivel van acompañadas de manifestantes que arrojan piedras, una presencia policial masiva y severas restricciones a los movimientos de los ciudadanos comunes. La reunión del G-8 en Génova -o quizá frente a sus costas, en un crucero- constituirá el primer clímax de esta nueva experiencia, pero no la última de este tipo. Una nueva inquietud acompaña al proceso de globalización. ¿Por qué? ¿Y qué podemos hacer al respecto?
Lo primero que debe quedar claro es que la violencia en las calles de los países libres es inaceptable. Las democracias tienen otras formas de expresar las opiniones diferentes, incluso radicales. Es necesario proteger la vida cívica frente a los grupos con tendencia a causar problemas arrojando piedras e incendiando coches.
Pero nuestra acción no puede limitarse a esto. Hay cuestiones que responder; entre ellas,la más dolorosa: ¿tienen realmente las democracias otra forma de expresar los sentimientos de muchos respecto a las consecuencias de la globalización? Porque no debemos engañarnos: muchos de los que ni en sueños se unirían a los manifestantes en las calles sienten, no obstante, una secreta simpatía por sus lemas. 'Dadnos algo más agradable que la globalización', era uno de ellos en Londres. En general, no es fácil adivinar qué quiere la gente de Seattle. Sus exigencias son una mezcla de odios e ilusiones mal considerados. Están contra el comercio libre y a favor del Tercer Mundo. Están contra Europa y a favor del Protocolo de Kioto. Están contra Estados Unidos y a favor de la dulzura y la luz. Ante todo, están enfadados.
Es fácil rechazar las exigencias de la gente de Seattle y exponer las falacias de sus odios. No es tan fácil responder a su ira. Dejando aparte las minorías que salen a la calle, hay una ira general provocada por la impotencia que sienten los ciudadanos de las democracias. Tienen la sensación de que las decisiones importantes que afectan a su vida no corresponden ya a instituciones que ellos puedan controlar. A la hora de tomar decisiones clave, no parece ser relevante a quiénes elijan ellos para su Parlamento o Gobierno nacional. El futuro de nuestro entorno, la creación o destrucción de puestos de trabajo por las grandes empresas, el destino de los pobres en el propio país y en el extranjero, el valor de nuestro dinero: éstas y otras muchas cuestiones se deciden en lugares lejanos, incluso de un modo que escapa por completo a la identificación.
Aquí es donde entra la amenaza de la globalización. La palabra es casi sinónimo de la incapacidad de los ciudadanos para determinar sus asuntos. La reacción menos dañina es la de crear un homólogo en la lealtad local y a veces regional. Experimentamos no sólo una globalización, sino una glocalización; es decir, el fortalecimiento simultáneo de toma de decisiones mundiales e inmediatas, planetarias y locales. En cierto sentido, el Gobierno de Berlusconi es una coalición de ambos, y todavía queda por ver si esto se puede sostener.
Pero la glocalización no es la reacción más peligrosa. La más grave es la ira que se dispone a destruirlo todo y que simboliza la impotencia de los ciudadanos. El anticapitalismo puede convertirse en una importante fuerza para un nuevo fundamentalismo. El sentimiento antiestadounidense puede conducir a un asalto antiliberal contra la modernidad. En un extremo del camino de la reacción airada contra la globalización se encuentra una nostalgia por la vida premoderna que en la práctica puede resultar desastrosa. En realidad, no se diferencia de la ideología del fascismo y, sobre todo, del nacionalsocialismo, que elogiaba la sangre, la tierra y la maternidad pero practicaba la supresión y el totalitarismo.
Hay, por tanto, toda clase de razones para replantearse la democracia a la luz de las exigencias de mantener la globalización bajo cierto tipo de control cívico. La Unión Europea demuestra lo difícil que esto resulta. A pesar de las buenas palabras pronunciadas por el presidente del Consejo de la UE -el primer ministro belga, Verhofstadt-, no es probable que la Unión se convierta en una entidad democrática en el sentido estricto del término. Puede y debe hacerse más transparente, más responsable, más sensible a los ciudadanos. La reacción al referéndum irlandés sobre Niza nos recuerda una de las salidas de Bertolt Brecht respecto a buscar otra gente si la gente no hace lo que se le dice. ¡No es una receta muy impresionante para una Europa democrática! La transparencia y la responsabilidad en la UE probablemente requieran un vínculo más fuerte con las instituciones políticas nacionales, y ciertamente es necesario que abandone la toma de decisiones por los ministros a puerta cerrada.
Pero los cambios institucionales sólo son una pequeña parte de lo que hace falta. La necesidad de establecer una visión de futuro en prosperidad y libertad es mucho más importante. Ahora que hemos dejado atrás el episodio de la tercera vía y sabemos que la globalización acompañada de palabras de compasión y comunidad no son suficientes, ha llegado el momento de establecer nuevas ideas. Tendrán mucho que ver con la libertad. El libro Desarrollo y libertad, de Amartya Sen, es uno de los textos que vienen a la mente, y Just capital, de Adair Turner, otro. Tenemos más espacio de maniobra política de lo que los fatalistas de la globalización creían, y sería mejor que lo utilizásemos.
Mientras tanto, los de Seattle no van a desaparecer. Serán un incómodo recordatorio de la necesidad de avanzar. Esto no excusa los medios que emplean, pero ayuda contra la aquiescencia y la apatía.
Ralph Dahrendorf, sociologo británico, fue director de la London School of Economics y es miembro de la Cámara de los Lores. © Ralf Dahrendorf.
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