Las grasas no están de más
Casi 100 horas de ejercicio durante tres semanas: eso es el Tour. Cierto que muchas horas son de pedaleo a ritmo asequible. Pero muchas otras son de sufrimiento intenso. ¿De dónde sacan energías los músculos del ciclista para tanto esfuerzo?
Primero, de las grasas que el cuerpo almacena debajo de la piel. En el tejido subcutáneo viven millones de células, los llamados adipocitos. Su principal misión es almacenar toda la grasa que les quepa dentro, en forma de unas moléculas llamadas triglicéridos. Desde luego, es el depósito de energía más eficiente que tenemos. Nada menos que 9.400 calorías (o más correctamente, kilocalorías) por cada kilogramo de grasa. Y por muy delgado que se quede un ciclista en pleno Tour, seguro que debajo de su piel aún quedan unos cuatro o cinco kilos de grasa. O lo que es lo mismo, unas 47.000 kilocalorías. ¡Un depósito de energía suficiente como para cubrir las primeras dos semanas del Tour! El problema de tan enorme depósito de energía es su lenta utilización: los triglicéridos tienen que romperse primero en moléculas más pequeñas, los ácidos grasos, que luego han de circular por la sangre para poder ser captados por las células musculares. Una vez dentro de éstas, aún son necesarios largos procesos químicos antes de poder sacar toda la energía contenida en los mismos. Así, es verdad que sólo basándose en grasas se podría llegar hasta París... Pero mucho más despacio.
¿Cuál es entonces la solución para pedalear durante tanto tiempo y tan rápido? Combinar las grasas con un depósito energético mucho más rápido, los hidratos de carbono. Éstos se almacenan en el músculo en forma de miles de moléculas de glucosa unidas entre sí: el glucógeno. Así, las células musculares pueden ahorrar tiempo cuando lo necesiten pues disponen de sus propios depósitos energéticos. Con éstos, un ciclista bien entrenado sí puede llanear a 50 kilómetros por hora o subir los puertos a más de 20 kilómetros por hora. Lo malo es que estos depósitos son limitados (medio kilo) y en proporción contienen menos energía que las grasas (unas 2.100 kilocalorías en total). Así, se agotan en cualquier etapa (contrarrelojes incluidas).
Una solución transitoria para el músculo es recurrir a la glucosa que circula por la sangre proveniente del poco glucógeno (unos 100 gramos) que el hígado también es capaz de almacenar. Mala solución, pues es a costa de robarle glucosa al tejido más importante de todos, el cerebro. Y éste sólo funciona bien si el hígado le envía glucosa. De hecho, la famosa pájara o hipoglucemia también forma parte de la leyenda del Tour y del ciclismo: llega sin avisar, a poco que el cerebro se quede sin glucosa. Así que los ciclistas no tienen otro remedio: deben comer más de medio kilo al día de hidratos de carbono. Sólo así se aseguran de rellenar a diario sus depósitos de glucógeno vaciados al final de cada etapa. Y, por supuesto, tienen que comer muchos hidratos sobre la bicicleta, para contentar a la vez a su cerebro y a sus músculos.
Con el entrenamiento, el músculo se adapta a combinar sus depósitos energéticos del modo más racional posible. Si la etapa va lenta: a tirar sólo de las grasas, que de éstas siempre quedan reservas, y no conviene derrochar el glucógeno inútilmente. Si la cosa va más rápida, no hay más remedio que empezar a echar mano del glucógeno. Y si hay que pedalear a tope, de nada sirven ya las grasas: glucógeno al cien por cien. Además, los músculos de los ciclistas son tan sabios que son capaces de albergar un depósito extra de energía: los triglicéridos intramusculares. Es la combinación perfecta: se unen a la vez las ventajas de las grasas (mayor cantidad de energía en cada molécula) y las del glucógeno (mayor calidad de energía). Lo malo es que estos depósitos de triglicéridos son pequeños, pues casi no queda sitio para ellos dentro de las células musculares. Se estima que apenas si llegan al 3% del total de grasas que hay en el cuerpo.
Alejandro Lucía es fisiólogo de la Universidad Europea
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