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Columna
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Ayer estuve muerto

Llamaremos Javier al primer hombre. Quizá Javier había decidido acercarse a su casa, hacia las siete o siete y media de la tarde, parar un momento su taxi y tomar un aperitivo en un bar de la barriada de Santa Gema. Después fue al banco a ingresar en su cuenta, a través del cajero automático, la recaudación del día; caminó por la calle de Nuestra Señora de la Cruz y luego torció por la calle de Ocaña. Imagínenselo saliendo del banco: abre la puerta de cristales blindados y se queda un momento allí, bajo el umbral, con la cabeza baja, los ojos clavados en su cartilla de ahorros y una expresión de desconcierto o de sorpresa, como si no entendiese algo o le faltara dinero. Puede que aún tuviese su cartilla en la mano al desandar lentamente el camino hacia su taxi. Puede que se detuviera unos segundos junto a uno de los coches aparcados en la calle de Ocaña, al lado de unas oficinas del Ministerio de Justicia: un Peugeot 205 de color rojo.

La segunda persona se llamará para nosotros Laura. Aquella tarde, Laura había estado hasta casi las ocho en el instituto de bachillerato Iturralde, donde es profesora de Lengua, o quizá de Matemáticas, qué más da. Dentro de muy poco iba a marcharse de vacaciones y puede que notase una sensación rara: por una parte, casi podía sentir ya la luz cortante de la playa, el olor del salitre, el sabor de las comidas del verano, las paellas, las ensaladas, los pescados frescos, recién salidos del mar; por otra parte, sentía también una cierta nostalgia al ver los pupitres silenciosos, las pizarras vacías, las aulas casi espectrales. Salió del instituto con esos sentimientos encontrados dando vueltas en su cabeza como mariposas atrapadas en una bombilla, y anduvo por la calle de Ocaña con alegría y tristeza, como todas las personas que están a la vez al principio y al final de algo. En un momento, es posible que ella también se parase junto al Peugeot rojo, que se diera la vuelta una vez más para darle un último vistazo al edificio del instituto: 'Hasta dentro de dos meses; hasta que mi vida se vuelva a poner en marcha'.

Hubo otros como Laura y Javier, gente que salía del suburbano o iba al hospital militar Gómez Ulla. Personas como las trabajadoras de la empresa Net y Bien, que se encargan de limpiar el edificio del Ministerio de Justicia. Algunas de ellas también debieron de haber pasado, poco antes, cerca del Peugeot aparcado en la calle de Ocaña, bajo unos árboles, y quizá habían rozado la carrocería de color rojo, hasta puede que se miraran en uno de los retrovisores del coche, que se apoyasen en el capó unos segundos, que dejasen encima, mientras se ajustaban un zapato o arreglaban algún detalle de su uniforme, un bolso, una chaqueta o un diario.

Fueran quienes fuesen, todos eran gente normal que acababa su jornada de trabajo, que hacía alguna gestión, daba un paseo, regresaba tranquilamente a casa con la cabeza llena de planes, de recuerdos, de preocupaciones. Algunos resultaron heridos. No sabemos mucho de ellos. Dos son un matrimonio y se llaman A. R. G. y S. R. R.: ¿Amparo y Sergio? ¿Alegría y Samuel? ¿Amalia y Salvador? ¿Ana y Serafín? Otras dos son mujeres, se esconden bajo las iniciales V .C. M. y N. S. G.: Verónica, Natalia, Virginia, Nieves, he conocido a lo largo de mi vida a personas con esos nombres, compañeras de colegio, amigas, colegas, familiares. Me pregunto si será alguna de ellas; pero no, son demasiado mayores, una tiene sesenta y dos años, y otra, ochenta y tres.

Todas esas personas ya saben, como todos nosotros, lo que ha pasado; saben que ese Peugeot rojo era una trampa, que explotó a las ocho y media, matando a un policía que acordonaba la zona. Saben el nombre de ese policía, Luis Ortiz de la Rosa, y su edad, treinta y tres años. Pero también saben lo que pudo haber pasado. Saben que sólo unos metros o unos segundos les salvaron la vida. 'Ayer estuve muerto', deben de haber pensado hoy al levantarse, al leer los periódicos o ver la televisión y recordar que ellos estuvieron allí, 'fíjate, es increíble, es como si lo estuviera viendo, estaba entre los árboles, junto a esas oficinas del Ministerio de Justicia. Y es verdad que era rojo, malditos sean, todos estamos amenazados, era rojo como la sangre. Qué raro, ¿verdad?, de pronto me dieron ganas de volver a casa. Así salvé mi vida'. Sí, qué raro que, a veces, lo increíble sea no estar muerto.

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