Abandonados
Agosto es el mes más cruel, aunque los poetas, gentes que gustan de llevar la contraria, se inclinen por abril. En agosto, los veraneantes sin escrúpulos, que son los más, suelen abandonar a la intemperie a sus mascotas domésticas, desde un fox-terrier hasta una boa constrictora, que tratará de aclimatarse y encontrar su hábitat en las alcantarillas urbanas. Algunos de estos desalmados llegan incluso a desprenderse, por cualquier medio, de sus mayores y los aparcan en una guardería de la tercera edad, haciendo caso omiso de sus protestas para que no sean un lastre durante las vacaciones. Puestos a elegir entre el abuelo y la barbacoa a la hora de hacer el equipaje, muchos prefieren la barbacoa, que ocupa menos y no sufre incontinencia de orina, lo que hace más llevadero el viaje por carretera. Hace unos años, uno de estos réprobos dejó tirado a su propio padre en una gasolinera, aprovechando que había ido a evacuar, y se dio a la fuga con el resto de la familia. Se supone que ninguno de los miembros de tan conflictiva unidad familiar se atrevió a solicitar una nueva parada en el trayecto.
Este verano, el Ayuntamiento madrileño se enfrenta con otro tipo de abandonos; mejor dicho, los que se enfrentan al problema son los vecinos de Lavapiés y Embajadores que han denunciado y siguen denunciando ante la Policía Municipal que algunas calles de su barrio se han convertido en cementerios de automóviles, cementerios con mucha vida, sobre todo nocturna, porque los coches abandonados, unos cincuenta, se han convertido en albergue de mendigos sin techo.
El abandono masivo de coches es un fenómeno relativamente nuevo, pues hasta hace un par de décadas, más o menos, el coche en España era como uno más de la familia, una prolongación del hogar sobre ruedas con cojines de ganchillo en la luneta trasera, fotos de los niños con el consabido 'No corras, papá' y otros detalles personalizados, imágenes de vírgenes y cristos de pueblo, sancristóbales y sanpancracios, pegatinas, calendarios, ambientadores, gaitas, zuecos, sombreritos cordobeses o capotes miniaturizados, cascabeles, cencerros, escudos y banderines deportivos, rosarios y cintajos de colores, toda una parafernalia que proporcionaba mucha información sobre el origen geográfico, la composición de la familia y los gustos personales del conductor. Una información que ahora sólo ofrecen algunos taxistas hogareños.
Hará unos veinte años, mi amigo Felipe solía aparcar su Citroën dos caballos -ese entrañable, esquelético y emblemático modelo en el que lo más importante era lo que iba dentro, según el padre de Mafalda- en una noble y recoleta plaza del Madrid de los Austrias, hoy felizmente peatonalizada, donde siempre parecía haber un hueco para él. El estado del vehículo, capota mil veces remendada, falta de un guardabarros delantero y parachoques trasero sujeto con alambres, daba una falsa pero elocuente imagen de abandono. Además, la puerta del conductor tenía roto el pestillo, había un asiento hundido y la tapicería estaba hecha tiras. Felipe sólo utilizaba el coche en casos de urgencia o emergencia, por lo que el viejo armatoste pasaba días y a veces semanas sin cambiar de sitio.
Una noche en que Felipe tuvo que ir a buscar su vehículo se lo encontró ocupado por un provecto mendigo de venerables barbas e indómitas greñas, que se excusó por su intrusión con la impecable coartada de que pensaba que estaba abandonado. El propietario y el inquilino acabaron llegando a un acuerdo: Felipe avisaría cuando fuera a usar el coche y el vagabundo procuraría dejarlo lo más limpio y recogido posible; además, su presencia nocturna serviría para disuadir a los posibles ladrones de ruedas, porque ni el más desesperado de los descuideros se fijaría en él.
Hoy día, esa simbiosis parece imposible: los propietarios abandonan sus vehículos lejos de casa como hacen con sus mascotas para que no sepan encontrar el camino de vuelta y las grúas municipales ni siquiera dan abasto para retirar vehículos sanos y más rentables. Con el tiempo es posible que algún aprendiz de mafioso alquile estos habitáculos en plan hotel con diferentes tarifas, según se trate de un Ford desvencijado o de un BMW con la tapicería de cuero cuarteado, que también los hay en ese animado cementerio-campamento de Lavapiés.
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