El Festival de Aix-en-Provence busca nuevos caminos desde la tradición
El certamen acoge montajes de Herbert Wernicke y Claude Régy
Las recetas de Stéphane Lissner, director del festival, para sus espectáculos-estrella son transparentes: títulos de primerísimo orden; al menos un director musical o teatral indiscutible en cada producción; una orquesta sólida y algún elemento de riesgo. Domina el sentido del equilibrio. La fórmula es eficaz y Lissner ha asentado su prestigio, renovando su contrato hasta 2008. La aceptación del festival ha crecido tanto a nivel local como foráneo. Además, se perfilan nuevos espacios. Después del recuperado Jeu de Paume, se anuncia para 2005 un teatro de 1.400 plazas que se inaugurará por Simon Rattle y Stéphane Braunschweig con El oro del Rin, de Wagner, y las consiguientes jornadas de El anillo del Nibelungo en años sucesivos. Lissner ha aceptado también el reto de los estrenos mundiales. Para el próximo año está prevista una nueva ópera a cargo de Peter Eötvös y posteriormente otra de Kaija Saariaho pensada fundamentalmente para la soprano Karita Mattila.
En lo que va de la presente edición, enamoraron Las bodas de Fígaro, dirigidas por Minkowski, tal vez porque la vida se imponía al artificio y el arte destilaba una mirada cercana. Falstaff es una buena compañía dialéctica para Las bodas, y no solamente por la coincidencia en la noche del último cuadro de cada una. Los guiños son abundantes.
Lectura existencial Está pensada su programación en Aix para conmemorar el centenario de la muerte del compositor, y quizá por ello Herbert Wernicke trasladó la escena precisamente a 1901, en un trabajo de índole espacial y conceptual muy sugerente, con un protagonista,Willard White, nada grotesco, cuyo rechazo es más bien debido al hecho de ser diferente respecto a los valores establecidos que a cualquier otro tipo de consideración. Wernicke evitó la comicidad caricaturesca con que se trata tantas veces al panzudo personaje. Es la suya una lectura existencial, algo escéptica, lúcida, más trascendente de lo habitual y quizá por ello inquietante. El último cuadro desemboca en una pesadilla de máscaras inspiradas en las pinturas de James Ensor. El ritmo, en la dirección de actores, es vivo. La ingenuidad, inexistente.
Se resintió el espectáculo en su parte musical ante la obligada ausencia por enfermedad de Esa-Pekka Salonen. Enrique Mazzola hizo lo que pudo e incluso sacó un sonido muy limpio de la Orquesta de París, pero la tensión musical fue limitada, aun contando con un reparto vocal aceptable.
Para El diario de un desaparecido, de Janacek, el veterano director teatral Claude Régy se movió en un territorio de penumbras para facilitar la atmósfera entre espectral y enigmática en que se sitúa esta obra inclasificable, que Guy Erismann ha definido como 'un manifiesto musical y filosófico' del autor. Alain Planès estuvo inmenso desde el piano y el tenor Adrian Thompson resolvió con coraje el papel vocal más comprometido.
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