La ambigüedad como política
Una de las reiteradas acusaciones que se hacen a CiU es la de su ambigüedad política. Pero para otros, el maestro de lo ambiguo es Maragall. También se acusa de lo mismo a Blair, y a pesar de ello repite mandato consiguiendo amplios márgenes de apoyo. E incluso, en estos últimos días, es también frecuente oír críticas relacionadas con la ambigüedad del mensaje que proyectan los movimientos antiglobalización. Los soportes lingüísticos nos hablan de ambiguo como sinónimo de equívoco, de vago, carente de precisión o no suficientemente claro. Y en ese sentido, a la política, entendida como mecanismo para lidiar con los conflictos colectivos, se la ha relacionado tradicionalmente con la ambigüedad. No es ello extraño, ya que en democracia la orientación hacia la búsqueda de consensos amplios provoca una cierta indefinición que pretende favorecer el máximo agrupamiento posible de voluntades.
No se puede ser ambiguo ante la precariedad laboral, ante los nuevos fenómenos de exclusión social, ante las condiciones de vida de los inmigrantes y de otros colectivos, ante la creciente mercantilización de la vida social
A pesar de todo ello, lo cierto es que, en general, la ambigüedad no tiene buena prensa. Se tiende a considerar que la falta de claridad esconde un cierto oportunismo político. Se quiere quedar bien con todo el mundo y de esta manera muchas veces uno no acaba de saber si el político en cuestión va o viene. En ese contexto, me ha sorprendido recientemente la rotunda reivindicación que ha hecho Vicenç Villatoro de la ambigüedad política de CiU: 'El problema de CiU no es su ambigüedad, sino perderla'; 'la ambigüedad [de CiU] es un activo político no sólo por cuestiones tácticas. Lo es también desde un punto de vista ideológico'. Me gustaría, no tanto discutir con mi buen amigo y diputado convergente sobre la estrategia política de su coalición como sobre una posible lectura de sus reflexiones. Desde mi punto de vista es muy distinto tratar de conseguir el máximo consenso posible alrededor de tus propuestas políticas sobre la base de evitar concreciones excesivas, a convertir a la falta de definición en el fundamento de tu política. ¿Se puede ser y defender sin apuros una definición de partido como independentista y no independentista al mismo tiempo? ¿Es defendible políticamente el justificar todo pacto con cualquier fuerza política del signo que sea, por pura conveniencia, 'casi mercantil'? No me extraña que con esos mimbres se acabe insinuando que una de las bases ideológicas del invento convergente sea la ambigüedad.
Pero se me podrá decir, con razón, que ese no es un pecado exclusivamente convergente. Y es cierto. La constante búsqueda de los espacios de centro provoca esa indefinición. Pujol hace ya mucho tiempo, en una de sus celebradas imágenes, comparaba su posición política con la barca que baja por un río. Si se sitúa en el centro, el agua la empuja sin contratiempos. Si deriva hacia uno de los dos lados, la probabilidad de tropezar con obstáculos e inconvenientes es mucho más alta. Podríamos asimismo pensar que los silencios de Maragall sobre muchos de los problemas del país y su tendencia a situar el eje de su discurso de oposición en el funcionamiento de las instituciones serían una forma distinta de ambigüedad. A los dirigentes de ERC también se les critica su equidistancia, y esa es quizá otra forma de ambigüedad. Por tanto, ¿cuál es el problema? Podríamos concluir simplemente afirmando que política es ambigüedad. Pues, déjenme decirles que no estoy de acuerdo.
Desde mi punto de vista, ahí reside uno de los principales problemas que tiene hoy la política en su versión más tradicional e institucionalizada. Al centrar todos sus esfuerzos en la adquisición y conservación del poder, y entender que todo lo que escapa a esa voluntad es puramente instrumental, lo que provoca es una constante sangría del interés de la gente sobre esa forma de entender la política y sobre sus protagonistas. A los políticos profesionales parece no importarles los problemas de la gente de una manera sustantiva. Su aparente interés es visto como meramente instrumental. Si están en el gobierno, tienden a minusvalorar los problemas y piden más tiempo de poder para poner en práctica sus soluciones. Si están en la oposición, aprovechan todo problema para erosionar al contrario y atribuirle todas las responsabilidades, afirmando al mismo tiempo que todo se solucionará cuando ellos gobiernen. Se cruzan acusaciones, se personalizan responsabilidades, y los problemas quedan en un segundo plano. Ese juego, de tan repetido e insistente, resulta ya tremendamente aburrido y poco significativo para los que sufren directamente los problemas. La gente se aleja cada vez más de esa política, cuando precisamente la política, otra política, es cada vez más necesaria. Es significativo observar como los nuevos debates, las nuevas inquietudes, las identidades, los proyectos y los malestares cotidianos se van desarrollando cada vez más a espaldas de la dinámica partidaria e institucional.
Los problemas de la ambigüedad política no derivan de la legítima voluntad de encuadrar voluntades en un diseño amplio sobre cómo enfrentarse a los problemas sociales, sino en convertir esa ambigüedad en estrategia destinada únicamente a mantener o acceder al poder, sea cual sea el problema de que se trate. Los problemas de la gente admiten cada día menos ambigüedades. No se puede ser ambiguo ante la precariedad laboral, ante los nuevos fenómenos de exclusión social, ante las condiciones de vida de los inmigrantes y de otros colectivos, ante la creciente mercantilización de la vida social, ante las carencias de servicios básicos y de ayudas para las familias, ante la falta de prestaciones dignas para ancianos, o ante la testarudez con que se siguen políticas de desarrollo totalmente insostenibles. Hay una demanda insatisfecha de valores, de identidad colectiva. Y con la política entendida como ambigüedad no se va en esa línea, sólo se consigue desafección democrática, alejamiento ciudadano y brotes de cólera o insolidaridad social cada vez menos manejables. La política y los políticos tienen que afrontar sin ambages los problemas reales de la gente, y trabajar para conseguir consensos que permitan abordarlos. Consensos que no tienen por qué difuminar ni oscurecer las significativas y aún existentes diferencias ideológicas. Necesitamos visiones claras y contrastadas de hacia dónde tenemos que ir. Nuevas formas de relacionar sociedad y política, nuevos diseños institucionales. Y en ese terreno cada vez hay menos espacio para la ambigüedad.
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