Ayer
Petrópolis, la ciudad fundada por el emperador don Pedro II en 1845, se halla situada en la vertiente occidental de la sierra da Estrella, a unos 150 kilómetros de Río de Janeiro. Además de por los solemnes edificios que atestiguan el fugaz sueño imperial de Brasil, Petrópolis destaca por su clima fresco y saludable en medio de la exuberante vegetación: allí, el 22 de febrero de 1942, se suicidaron el escritor austríaco Stefan Zweig y su mujer, Lotte.
Recuerdo nítidamente la primera vez que vi la foto del suicidio, publicada el día siguiente en la prensa brasileña y reproducida décadas más tarde en un álbum dedicado a Zweig y en diversos libros sobre su obra. Era una foto impresionante. Stefan y Lotte aparecían muertos en la cama, con las manos entrelazadas, mientras en la mesilla de noche se acumulaban los restos de una cotidianidad interrumpida; junto a la lámpara, una botella, un pañuelo, un vaso, una caja de cerillas y tres monedas. Zweig, más delgado que en sus imágenes habituales y con la nariz más aguileña, parecía tener la camisa empapada de sudor.
Durante mucho tiempo creí que ésta era la única fotografía del suicidio de Stefan Zweig, hasta que a raíz de la reciente aparición de la edición completa de El mundo de ayer en catalán y en castellano (Barcelona, 2001) comprobé que existía otra fotografía que yo también había visto varias veces, aunque confundida siempre con la anterior. En esta otra fotografía, procedente del archivo de la policía brasileña, Lotte y Stefan están abrazados, ella sobre él y con su rostro oculto bajo el perfil pétreo y agónico del escritor. Resulta evidente que, pese a su dureza, la foto periodística es más presentable que la policial y que, entre ambas, alguien ha modificado la escenificación de aquella muerte.
Pero el suicidio de los Zweig sobrepasaba con mucho este cambio de escenificación para proyectarse hacia un escenario más complejo y gigantesco. Todavía hoy se sigue discutiendo sobre el significado de una acción terminal que no estaba aparentemente impulsada por motivos íntimos. Al fin y al cabo, Stefan y Lotte habían manifestado a cuantos les rodeaban su felicidad personal y su satisfacción por residir en un país con el futuro de Brasil. Tampoco estaban, que se sepa, enfermos ni tenían la sensación o la certeza de estar acosados por el nazismo, como Walter Benjamin y tantos otros intelectuales judíos.
Sin embargo, más allá de las discusiones ulteriores, el propio Stefan Zweig se había manifestado con una rotundidad moral extraordinaria en un texto destinado a la prensa que escribió el mismo día de su muerte. En su Declaraçao (escrita en alemán, pero encabezada en portugués) Zweig explicaba anticipadamente las razones de su acto inminente: su mundo, secuestrado por el totalitarismo y la barbarie, se había desvanecido para siempre, arrastrando en su caída a su propia alma. Una determinada Europa, o una determinada manera de entender la existencia en una metáfora llamada Europa, se perdía irremisiblemente.
Quizá para casi todos pueda ser chocante un suicidio por motivos tan abstractos. Para Zweig, gran amante de la vida, no se trataba de una abstracción; y en este sentido su Declaraçao puede leerse como una apostilla, impresionante y turbadora, a esa gran radiografía de la cultura europea moderna que es El mundo de ayer. Nosotros, acostumbrados a que esta cultura ya no existe -si no como inquietante y mudo testimonio en el parque temático mundial-, apenas podemos entender una lógica semejante.
Stefan Zweig, no obstante, se explica muy bien a lo largo de las páginas de El mundo de ayer. La tierra desaparece bajo sus pies hasta que la palabra queda impotente para enfrentarse a la oscuridad. En su mayor radicalismo y pureza nadie lo había diagnosticado más claramente que su admirado Hugo von Hofmannsthal en su Carta de lord Chandos, también ahora reeditada entre nosotros (Barcelona, 2001). Hofmannsthal renuncia a la escritura porque se ha quedado sin palabras para expresar el mundo. Zweig renuncia a la vida.
A esta luz, su suicidio tiene algo de ritual: a miles de kilómetros de la Europa espectral de 1942, en Petrópolis, una atalaya sobre la que considera que es 'la más bella ciudad del mundo' (Río de Janeiro), Stefan Zweig ritualiza el fin de una cultura europea que, en efecto, tras la II Guerra Mundial ya no resurge de las cenizas a no ser que presentándose como simulacro de sí misma. Sin fibra intelectual ni ímpetu moral.
Tal vez sea éste el trasfondo de la terrible imagen que habita en la doble fotografía de la muerte en Petrópolis. Tal vez los Zweig consideraran su suicidio un rito necesario para que la tiniebla no devorara toda la luz. Así, al menos, lo daba a entender Stefan en la última frase de El mundo de ayer: 'Toda sombra es hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad'.
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